Cristo y el hombre, belleza y bellezas

La vida cristiana es aventura de amor

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La belleza de Dios © Canva

José María Montiu, sacerdote y doctor en Filosofía, ofrece este artículo titulado “Cristo y el hombre, belleza y bellezas”.

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Un amigo sacerdote me contó que una chica universitaria, a la que le faltaba fe, fue invitada por un ministro de Cristo a mirar los santos evangelios. No parecía muy predispuesta a leerlos. Unos días después, volvieron a encontrarse. ¡Eh!, ¡oye!, ¿has leído los evangelios? La respuesta de la joven, fue: sí, y este Jesús, ¡es fantástico!, ¡me he enamorado de él!

De hecho, bastaría una mirada penetrante, -en la que cupiera el cielo azul-, de unos ojos limpios, puros, transparentes, hermosamente puestos sobre la narración de la vida de Cristo en los evangelios santos, para quedar impactado por el gran atractivo de Jesucristo. ¡Qué lindo eres!

El buen Jesús es belleza y nada más que belleza. Es la misma hermosura, la única belleza. Es hermosura mayúscula, preciosidad infinita, maravilloso tesoro, perfume embriagador y encantador. ¡Oh, hermosura sobre toda hermosura, más hermosa que todo lo que podemos pensar, imaginar y desear!

En el universo hay mucha poesía, participación de la belleza divina. De todos modos, es una belleza que lleva un rótulo: “tu belleza no pasará más allá de este límite”. Es sólo un segmento de belleza. Así, un hermoso gato, de aspecto elegante y refinado, vale tanto que su gran pasión es poder comer, sin cuchillo y tenedor, y sin nuestras buenas maneras, peludos ratones. Análogamente, un hombre puede comer unas setas gustosísimas, y oír lo que le ha acaecido: ¡claro que estaban buenísimas, con tantísimo abono como puse en la tierra en la que se formaron!

Siempre, en fin, hay una distancia infinita, -que no se puede recorrer-, entre la grandeza del ser finito y la de Cristo Dios. En comparación con Él, nada es bonito, nada vale, todo es como la hierba del campo que se marchita y se acaba, todo es vaciedad, nada es. Al margen de Él, todo es engaño, locura, mal, fealdad repulsiva, ¡horror!

Quiénes han visto bien, esto es, claramente, a Cristo, son los santos en el cielo, pues no le ven ya como en un espejo, sino cara a cara. Su mirada ha sido más transparente, más lúcida, más profundamente penetrada por su realidad. Les ha bastado con mirarle, a Él, hermosura tan hermosa, para quedar irremediablemente, gustosísimamente, y para siempre, enamorados de Él, no pudiendo ya su corazón, jamás de los jamases, separarse ni siquiera un ápice de Él. ¡Tanto es el goce amoroso, y disfrute, que hay en Ti, Hermosísimo!

Él, es el que supera toda expectativa, todo deseo, y, a la vez, quién colma y satisface plenamente toda verdadera aspiración, toda hambre de belleza. Él es la felicidad del ser humano, la alegría, la plenitud, el gozo eterno, el suspiro del corazón. ¡Él, él, él, su persona, viva! Él, es todo el deseo de la persona humana, la ilusión. Él, es la gran necesidad y la grandísima sed del hombre. Como decía el gran san Agustín: nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti. En fin, en Ti se encuentra la belleza que tanto gusta.

Jesús hombre es el más bello de los hombres. Eres el que apacientas entre azucenas, el más guapo, el más atractivo, el más cautivador de los hombres, el hombre por excelencia, el hombre ideal, el ideal de los ideales. Como bien decía Teresa, la de Jesús: véante mis ojos, dulce Jesús bueno. Vea quién quisiere rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines. Véante mis ojos, dulce Jesús bueno.

Hermosura de la vida de Cristo es la bondad, la ternura y la amorosa sonrisa del santísimo menudo, -pequeñín-, de Navidad; el habernos querido tanto, -y haber sido tan caros a sus ojos-, que cada uno de nosotros ha costado su preciosísima sangre, siendo Él verdadero Dios, así como también, su gloriosa y triunfante resurrección, etc. ¡Oh, cuánto me has amado!

San Francisco de Sales a una madre demasiado rígida con sus hijas le decía: ¡deja que sean un poco bonitas! Una vez oí a una madre que hablaba con su hijo sobre una mujer, y le decía: mira, es bella; pero lo es, porque su alma es hermosa, buena.

Cada vida humana es una obra del artista infinitamente grande, una obra de arte del artífice divino, del que sí que sabe, del que sabe hacer maravillas. Como dice el Doctor Angélico, el gran alfarero ha modelado al hombre como un ser en el que se juntan el mundo material y el mundo espiritual, como una síntesis de todo lo creado, un microcosmos. Lo has hecho poco inferior a los ángeles. Cristo Dios, empleando la fuerza infinita de su brazo, lo ha creado de la nada. ¡Hecho a imagen de Dios! Profundamente exclama santa Catalina de Siena: ¡Oh Dios, en el hombre has contemplado tu propia imagen, y te has enamorado de él!

Cada persona humana es única e irrepetible. Tiene el precioso don de la libertad y es capaz de relacionarse con Dios, tesoro infinito. Puede conocerle, amarle, poseerle.

La belleza del hombre está sobre todo en su alma espiritual e inmortal, la cual participa de la belleza divina. Por comparación con lo bueno, lo que no es tal, no merece llamarse bello. La hermosura del espíritu es la bondad.


Todos hemos visto la nieve blanquísima que extasía. Pero, una vez pisoteada, da un poco de pena, está afeada. A una niña de catequesis le preguntaron cómo estaba su alma. Respondió: creo que como una cebra, una raya blanca y una raya negra, una raya blanca y una raya negra, etc.

Lo que afea al alma es el pecado. Cuando alguien ha manchado y pisoteado su propio espíritu hasta llegar a tenerlo leproso y putrefacto, y ya los más viles pecados le han hundido en el fango hasta los ojos, y ha ofendido, pues, tantísimo, a Cristo, ¿qué pasa? Lo que entonces ocurre, como ha señalado el Papa Francisco, es que la respuesta de Cristo a la ofensa, no es el desprecio, sino el amor. Esa alma sigue siendo importante para Jesús, el guapo. Él, como si no tuviera ojos para ver el mal, sino sólo para mirar el bien, la sigue considerando una flor, la mira afectuosamente a los ojos, y, sonriendo, amablemente, delicadamente, pronuncia su nombre. Él, la sigue amando con amor infinito, personal, con ojos de amor hermosísimo. Jesús, sigue esperando en ella, sigue confiando en ella, sabe que aún puede convertirse, que aún puede dejar el mal y elegir el bien, cambiar de vida.

En el sacramento de la confesión el buen Jesús es amor misericordioso que te perdona los pecados, las ofensas. Como decía san Josemaría: un Dios, que es amor, paternal, que perdona, ¡es una maravilla! Es maravilla que abraza. Es la maravilla de tener el pasado ya perdonado, lavado, de estar ya reconciliado, renovado, perfumado, hermoseado, de tener ya los negros nubarrones del alma apartados, de andar por una vida nueva, bonita, esperanzada, con un suspiro de encanto en el pecho, bajo un cielo azul en el que luce esplendorosamente el Sol.

Podemos conocer las cosas por ideas, doctrinalmente, o, por experiencia, por contacto. No es lo mismo tener una idea de que es el fuego, que quemarse, tener experiencia de lo que es el fuego. No es lo mismo saber que es un amigo, que tener un amigo, sentir la amistad.

Estando así las cosas, será, pues, bellísimo, que mantengas una relación personal con esta persona viva, Jesús, el de los ojos atentos. Formes una comunidad de vida con Él. Tomes contacto real directo con Él, que te lleva en su corazón. Vayas a su persona, le trates, tengas experiencia de Él. Te encuentres personalmente con Él. Os abracéis, tú y Jesús, mutuamente. Arda en tu corazón el fuego del amor a Cristo. Desde la vivencia de este amor, todo cobra una nueva dimensión, todo cambia. Si Cristo y el alma se aman mutuamente, todo va bien. Además, nada que no sea amor satisface al alma.

La santa de Ávila, que había hecho honda experiencia de Dios, nos dice lo que se puede llegar a sentir: el amor de Jesús es bellísimo, es sobre todos los deleites y sobre todos los contentos, siéntese grandísimo deleite en el cuerpo y grande satisfacción en el alma. ¡Jesús!, ¡bien y deleite de mi alma!

La plenitud de la bondad es la santidad, la perfección. Las bellezas, pues, son las personas santas, preciosas filigranas del artista divino, versos de Dios. Mientras que nada manchado, en cuanto manchado, es hermoso. Sólo en Jesús y en María hay una santidad sin ni siquiera la mancha del pecado original, oro purísimo.

¿Qué haces hoy de bello? Esto es, ¿qué haces hoy de bueno? La vida más bella es la vida buena, la existencia santa, la rosa de la santidad, vida que se deja querer y modelar por Cristo. Mientras que lo único triste es no ser santo.

Se trata de ser un buen hijo de Dios, hijo en el Hijo. Florecer de virtudes, grande fructificación de la gracia divina.

El cristiano ha sido creado para algo grande, y que sea amor. Como decía san Ignacio de Loyola, hemos sido hechos únicamente para amar. La santidad consiste precisamente en amar a Cristo. El santo, ama y goza de Cristo. No hay mayor felicidad que ésta. La santidad consiste en el amor, en la caridad. Lo más lindo es que hasta las cosas más pequeñas y diminutas sean hechas por amor de Dios. Si pelamos patatas, pelamos patatas por amor a Dios.

La vida cristiana es imitación de Aquel, que es la norma de la vida, Cristo. Hemos, pues, de ser otro Cristo, una imagen lograda de Él. Hemos de ser el mismo Cristo, hemos de identificarnos con Él. Hemos de tener los sentimientos de Cristo. Identificación que conlleva que nuestra voluntad sea la voluntad de Cristo. Quiero lo que Cristo quiere; y lo quiero, porque Él lo quiere. Me da la real gana de quererlo porque éste es el querer de mi amado Jesús. La vida de imitación de Cristo es una vida por, en, con, de y para Cristo. Como dijo san Pablo, mi vida es Cristo. Para mí, vivir es Cristo.

De la culminación de la identificación con Cristo, -permaneciendo obviamente que Dios es infinitamente más grande que el hombre-, dice San Juan de la Cruz: el que así se identifica con Dios, es Dios. Y, esto, en el sentido de que su mente es mi mente, su voluntad es mi voluntad, su vida es mi vida, etc.

La vida cristiana es aventura de amor, es darse, entregarse generosamente, dar la vida. ¡Es el gozo de darse! El cristiano, pues, lleva la cruz con garbo, deportivamente. No lleva la cruz a rastras, sino que se eleva hasta tal punto que el encuentro con la cruz se convierte en un abrazo.

En definitiva, el ser humano es tan grande que no puede contentarse con menos que con una belleza infinita, con un amor infinito, que es el todo de la vida, Cristo. La vida cristiana es formar en nosotros a Cristo, es llenarnos de Dios, es llenar nuestro corazón de la belleza, es ser belleza. Mientras que, sólo quién no tiene a Dios es pobre. Ser cristiano, pues, es vivir en lo maravilloso, en lo bello, y, finalmente, ser dado a luz en el cielo, ¡alegrías eternas! Todo, pues, ¡grita y canta de alegría! Como decía san Josemaría Escrivà de Balaguer: yo, soy más ambicioso, no quiero sólo algo, lo quiero todo, quiero ser santo. Quiero ser otro Cristo, el mismo Cristo ¡Esto es lo bello! Decía también: estoy loquito, sí, loquito de amor por Cristo.