El sacerdote Manuel González López de Lemus ofrece este artículo sobre la Presentación de Jesús en el Templo y la Purificación de la Virgen.
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Según el Evangelio de San Lucas en el capítulo segundo, a partir del versículo 21 nos cuenta el evangelista la Circuncisión y Presentación de Jesús en el Templo. La circuncisión se celebraba a los ocho días del nacimiento. La Presentación de Jesús y la Purificación de la Virgen se celebró a los cuarenta días del nacimiento de Jesús en Belén. Al celebrar la Navidad el veinticinco de diciembre, la Presentación cae todos los años el día dos de febrero.
El Evangelio de san Lucas añade que la Presentación de Jesús en el Templo era una prescripción de la Ley de Moisés. En el libro del Éxodo se dice: “Conságrame todo primogénito; todo primer parto entre los hijos de Israel, se de hombre o de ganado” (13:2) y más adelante: “entonces consagrarás al Señor todos los primogénitos. También las primeras crías de tu ganado, si son machos, pertenecen al Señor.” (13:12). Y para explicar que significa todo esto, en el mismo capítulo se añade: “Y aconteció que cuando Faraón se obstinó en no dejarnos ir, el Señor mató a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito del hombre hasta el primogénito de los animales. Por esta causa yo sacrifico al Señor los machos, todo primer nacido de la matriz, pero redimo a todo primogénito de mis hijos”. (13:15). Así se comprende mejor porque los judíos, y en este caso María y José suben al Templo a presentar al Niño. También prescribía la ley de Moisés que la mujer quedaba impura después del parto y debía permanecer durante cuarenta días recluida en su casa, si hubiera dado a luz a un varón. El libro del Levítico en el doceavo capítulo nos dice lo siguiente: “El Señor le mandó a Moisés que les dijera a los israelitas: ‘Si una mujer da a luz a un varón, ella quedará impura por siete días, como cuando tiene su menstruación. Al octavo día se le hará al niño la circuncisión, y después la mujer debe permanecer 33 días purificándose de su flujo de sangre. Ella no debe tocar nada consagrado ni entrar en el santuario hasta que se haya completado su período de purificación’” (1-4). Transcurrido el tiempo de la Purificación, debía presentarse en el Templo para purificarse legalmente, llevando consigo un cordero de un año para el holocausto y un pichón, o una tórtola como sacrificio expiatorio por el pecado. Si se trataba de una familia pobre, bastaba con presentar dos palomas o dos tórtolas (Cfr. Lev.12:6-8).
¿Por qué era esto así? La Ley de Moisés mandaba que los primogénitos quedaran reservados para el servicio del culto divino, como recuerdo perenne del gran prodigio obrado por el Señor en Egipto, cuando el ángel exterminador eliminó en una noche a todos los primogénitos de los egipcios dejó a salvo sólo a los de los hebreos. Más adelante, se estableció que fueran los miembros de la tribu de Leví los que sirvieran en el Templo y se dedicaran a las acciones sacerdotales para servicio del Templo. Los primogénitos ofrecidos a Dios debían ser rescatados simbólicamente mediante el previo pago de una cantidad de plata. Así lo narra el libro de los Números en el capítulo diez y ocho: “Todos los primeros hijos varones de los israelitas o las primeras crías de los animales que ellos ofrezcan al Señor serán para ti, pero aceptarás pago por el rescate de un hijo mayor o de una primera cría de animal impuro. El rescate se pagará un mes después del nacimiento al precio de cinco monedas de plata, de acuerdo al peso oficial que establece que cada moneda de plata debe pesar 11 gramos” (15-17).
Todo esto es lo que hacen María y José a los cuarenta días del nacimiento de Jesús. Es impresionante el ejemplo de María y de Jesús, como obedecen la Ley, como se someten como si estuviesen manchados, cuando eran el nuevo Adán y la nueva Eva del Reino de los cielos que daba comienzo aquí en la tierra. Esto es todo un ejemplo para nosotros de cómo debemos comportarnos, a pesar de todos los sacrificios personales que exija la santa Ley de Dios.
María y José llegan a Jerusalén desde Belén con Jesús en brazos. La Ley no obligaba a llevar materialmente al niño al Templo, pero las madres solían hacerlo, para invocar sobre ellos las bendiciones del cielo. Una vez traspasado el atrio de los gentiles, se llega al atrio de las mujeres, donde las madres que iban a purificarse aguardaban su turno. La Virgen María, como una mujer más, se pone a la cola que avanza lentamente hasta la puerta Especiosa o de Nicanor, situada entre el atrio de las mujeres y el de los israelitas. Allí estaría el sacerdote levita encargado cada semana de esa ceremonia: recibe la ofrenda para el sacrificio, bendice a la madre y la purifica mediante el rito de la aspersión.
Después, cuando el rito se ha acabado, entregan los cinco siclos de plata, precio del rescate del primogénito. La suma de dinero no era pequeña, pues equivalía a los sueldos de un jornalero durante veinte días de trabajo. Pero los matrimonios, María y José también, la entregan con la alegría de quienes han ahorrado durante nueve meses, llenos de ilusión para rescatar y volver con su hijo a su casa.
A continuación, entran en escena dos personajes tan interesantes como curiosos: Simeón y Ana, hija de Fanuel. Es como si Dios no quisiera que la primera entrada del Verbo de Dios, hecho hombre, no quedara oscurecida e ignorada. Estaba comenzando en la tierra el designio divino de salvación, se estaba llevando a cabo el gran misterio de nuestra Redención. Ya lo había anunciado el profeta Malaquias: “Vendrá a su Templo el Dominador a quienes vosotros buscáis, y el Ángel del testamento que vosotros deseáis” (3:1).
Nos relata san Lucas que Simeón era un hombre justo y temeroso de Dios, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Sabe que el Mesías traerá a la tierra el perdón y la paz para todos los hombres. Él lleva mucho tiempo rogando al Señor para que llegue ese momento y había recibido una revelación del Espíritu de Dios para que supiera que no moriría sin antes haber visto al Salvador, al Cristo del Señor. Movido por su gracia, se acerca a María y José, toma al Niño en sus brazos y bendijo a Dios.
Lleno de fervor, Simeón pronuncia unas palabras solemnes en las que bendice a Dios y le agradece el consuelo indecible que le está proporcionando en esos emocionantes momentos. Y saliendo de su boca palabras proféticas que se convertirán en el himno del Nunc Dimittis, que son las primeras palabras del himno en latín: “Ahora Señor puedes sacar a tu siervo en paz…”.
El Himno es una joya que los sacerdotes recitan todos los días antes de irse a dormir y dice así: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo muera en paz, como lo prometiste. He visto con mis propios ojos cómo nos vas a salvar.Todas las naciones podrán ver ahora cuál es tu plan. Él será una luz que revelará tu camino a todas las naciones, y traerá honor a tu pueblo Israel” (Lu.2:29-32).
La primera enseñanza de esta profecía del Espíritu Santo es que Cristo es el Salvador de todos los hombres: un don para los judíos y gentiles, hermanados finalmente en el cumplimiento del designio divino de salvación. Ya lo había anunciado el mismo Dios muchos siglos antes a través del profeta Isaías: “Te pondré como alianza de mi pueblo, como luz de los gentiles” (42:6). Y más tarde: “Te pondré como luz de los gentiles para que seas mi salvación hasta la extremidad de la tierra” (49:6).
Dios ha enviado a su Hijo al mundo para salvar a todos, restaurando así en designio salvífico original de Dios por medio del cual todos somos llamados a participar de ese amor de Dios por su Espíritu Santo. Por eso esta fiesta es la fiesta de la Luz de Dios, popularmente llamada como la fiesta de las candelas. Los fieles reciben sus velas que se bendicen y marchan hacia el altar para renovar los misterios de nuestra fe.
Simeón añade algo muy misterioso y profético:” —Mira, este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción -y a tu misma alma la traspasará una espada-, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Luc.2:34-35). Recuerda así a María que todos los cercanos a Jesucristo tendrán que participar en su misterio Pascual (Pasión, Muerte y Resurrección) para así entrar en su gloria y participar de la salvación del género humano.
Nuestro Señor Jesucristo es la luz del mundo, nuestras velas son signo de esa realidad maravillosa. No es extraño que, como nos recuerda San Lucas: “María y José estaban maravillados de las cosas que se decían a cerca de Él” (Luc.2:33).
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