Nació el 2 de febrero de 1641 en Saint-Symphorien-d’Ozon, localidad francesa perteneciente a Lyon. Sus padres eran creyentes. En el ámbito familiar, elogiado por la piedad en la que estaba asentado, recibió una honda formación espiritual. Después, su excelente carácter le ayudaría en la vida religiosa, en la que no hizo más que incrementar las numerosas cualidades innatas que le adornaban. Y la oración haría que tocase el corazón de los demás con sus inteligentes y acertados consejos que dejaban traslucir su sed de unión con Dios, en tal grado que el mundo con todas sus vanidades y fútiles ofertas se desvanecía ante sus pies. Su único referente era Él. Con estos sentimientos que bullían en su espíritu convirtió a muchas personas y las alentó a esforzarse para amar el sendero de la cruz.
Podría pensarse que un alma de estas características por fuerza tenía que llegar a la vida religiosa, pero no fue así. Claudio sintió una inicial “aversión” por ella que logró vencer ingresando en 1658 en la Compañía de Jesús. En 1660 profesó y perdió a su madre, Margarita, quien le había dirigido una sentida petición que resultó ser a la vez profética: “Hijo mío, tú tienes que ser un santo religioso”.
Completado su noviciado en Aviñón, y culminados sus estudios de filosofía, se dedicó a la enseñanza en el colegio Clermónt de París, punto neurálgico en esa época de la vida intelectual francesa. Pero las cualidades de Claudio traspasaron las fronteras a través de sus escritos y de sus acciones. Probablemente por ello, teniendo constancia fehaciente de su rigor intelectual, Colbert le confió la educación de sus hijos. Es conocida la inclinación del santo a las bellas artes como también los selectos amigos que admiraban su labor. Al respecto, es significativa la correspondencia que mantuvo con personas destacadas de la talla de Oliverio Patru, miembro de la Academia Francesa, uno de sus incondicionales seguidores.
Sus dotes oratorias se hicieron públicas durante la canonización de san Francisco de Sales, ya que fue designado para realizar su panegírico aunque todavía no era sacerdote. Sus palabras conmovieron a todos. Los sermones que pronunció después ante personas de distintas procedencias, entre las que se contaron algunos miembros relevantes de la realeza y de la cultura, son modélicos en todos los sentidos: fondo y forma; eran fruto de su reflexión a la luz de la oración.
Desde 1670 a 1674 dirigió la Congregación mariana. A finales de ese año fue admitido en profesión solemne. Había escrito: “¡Dios mío!, quiero hacerme santo entre Vos y yo”. En el retiro preparatorio se sintió llamado a consagrarse al Sagrado Corazón. Entonces añadió otro voto de absoluta fidelidad a las reglas de la Compañía, voto que había vivido rigurosamente antes de profesar. Su obediencia fue paradigmática. Delicado y exquisito en su quehacer, todo reflejaba su reciedumbre espiritual. Abandonado en brazos de la confianza divina, compuso una hermosísima oración dedicada a ella.
Este fragmento de su conocido “Acto de confianza” muestra su ardiente anhelo de permanecer unido a Dios por encima de sí: “Estoy tan convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti y de que no puede faltar cosa alguna a quien de Ti las aguarda todas, que he determinado vivir en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti de toda mi solicitud. Despójenme los hombres de los bienes y de la honra, prívenme las enfermedades de las fuerzas y medios de servirte, pierda yo por mi mismo la gracia pecando; que no por eso perderé la esperanza, antes la conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida, y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno para arrancármela, porque con vuestros auxilios me levantaré de la culpa…”. Los 33 años de su vida le parecían el momento ideal para entregar su alma a Dios, pensando que a esa edad había sido crucificado Jesucristo. “Me parece, Señor, que ya es tiempo de que empiece a vivir en Ti y solo para Ti, pues a mi edad, Tú quisiste morir por mí en particular”, anotó en su Diario. Pero no había llegado su hora.
En 1675 fue nombrado superior del colegio de Paray-le-Monial que contaba con escasísimos alumnos. En ese momento conoció a santa Margarita María de Alacoque que sufría la incomprensión de su confesor ante las revelaciones que recibía del Sagrado Corazón de Jesús. Ella, al oírle predicar a la comunidad de la Visitación, sintió que era la persona que Cristo ponía en su camino: “Mientras él nos hablaba –escribió–, oí en mi corazón estas palabras: ‘He aquí al que te he enviado’”. Y venciendo su voluntad, que le instaba a no abrirle su corazón, le confió sus pesares. El religioso, conocedor de la violencia que se hizo a sí misma, la comprendió y orientó como solo saber hacer un santo, con toda caridad y delicadeza, siendo dador de paz. La atención dispensada a Margarita atrajo críticas surgidas, como siempre, de insensibilidades diversas. La realidad es que, al igual que ella, otros muchos hallaban en Colombière el sosiego que precisaban.
En 1676 se trasladó a Londres, donde predicó y convirtió a numerosos protestantes. Las controversias de la corona que implicaban a los católicos le salpicaron y sembraron el bulo de que se hallaba mezclado en un complot. Acusado y hecho prisionero, Luis XIV impidió que lo martirizaran y fue desterrado a Francia. Llegó en 1679 muy enfermo ya que en la cárcel se produjeron los primeros vómitos de sangre y no recibió la asistencia precisa. Buscando aires mejores para su salud, le enviaron a Lyon y dos años más tarde a Paray. Margarita, que había seguido con gran preocupación el proceso de su enfermedad, le hizo saber que allí moriría. Entonces Claudio, que pensaba partir a otro lugar más benigno, paralizó los preparativos del viaje. Y el 15 de febrero de 1682, contando con 41 años, entregó su alma a Dios. La santa supo por una revelación que se hallaba en la gloria y que no precisaba oraciones. Fue beatificado por Pío XI el 16 de junio de 1929, y canonizado por Juan Pablo II el 31 de mayo de 1992.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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