Enrique Burguete, del Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia (UCV), ofrece este artículo titulado, “Valoración bioética de la computación neuromórfica”, dónde analiza cómo estamos lejos de producir una computación neuromórfica real, esto es, capaz de sinapsis similares a las que operan en el cerebro humano.
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Contexto
En octubre de 2021, diversos medios (Piacente) (Biurrun) se hicieron eco de una noticia con implicaciones bioéticas de largo alcance: la producción de “depósitos físicos” de neuronas cultivadas a partir de células vivas que, conectados a un ordenador, le permitían desarrollar señales coherentes en el contexto de estados desorganizados o caóticos.
Una reciente investigación llevada a cabo en la Universidad de Tokio por el equipo del profesor Hirokazu Takahashi (Takahashi et al) ha mostrado, en efecto, que tales depósitos son capaces, mediante estimulación eléctrica, de enseñar a un robot a realizar tareas concretas y a solucionar, como lo haría un cerebro humano, problemas tales como el de la navegación a través de un laberinto tras reconocer el entorno y disponer de información sobre la misión a cumplir.
En el estudio citado, el ordenador encargado de “guiar” al robot se “alimentó” de un cultivo de neuronas producido a partir de células humanas vivas, que brindaron señales en forma de estímulos eléctricos y transmitieron los esquemas de pensamiento humanos al sistema (Piacente, 2021). El circuito de retroalimentación interna para producir una salida coherente mantuvo el estado interno del cultivo neuronal viviente y esta propiedad, similar a la homeostasis, se utilizó para dirigir el robot hacia la meta en el laberinto. Cuando el robot encontró obstáculos y/o perdió la dirección hacia la meta en el laberinto, los estímulos perturbadores rompieron el equilibrio homeostático y desencadenaron conductas exploratorias. Por lo tanto, la capacidad de resolver laberintos surgió tanto de generar una propiedad de tipo homeostático como de romper el equilibrio homeostático (Takahashi et al).
En realidad, la capacidad de la inteligencia artificial para “aprender” (machine learning) no es una novedad y sus hitos son cada vez más frecuentes gracias a la aplicación de protocolos de deep learning, esto es: de protocolos que permiten a las máquinas generar algoritmos, además de por inducción y refuerzo, por la superposición de capas de unidades de proceso (neuronas artificiales) que detectan determinadas características de los objetos percibidos. Es así como funcionan, por ejemplo, los robots aspiradores que, autónomamente, “reconocen” y “aprenden” los rincones de nuestra casa para desempeñar eficazmente su tarea evitando muebles y otros obstáculos
Pero el estudio de la Universidad de Tokio al que nos referimos aporta una novedad radical, pues provoca el aprendizaje del robot por estimulación eléctrica del cultivo de neuronas al que se halla conectado. En cierto sentido, este ensayo “hace pensar” a la máquina.
Hacer pensar a las máquinas es, sin duda, el objetivo que persigue la Physical Reservoir Computing (PRC por sus siglas en inglés), una rama de la neuromorfología que se orienta a la interpretación de señales cerebrales mediante esquemas computacionales (framework) deducidos a partir de su aparición recurrente en diversos modelos de redes neuronales.
La computación neuromórfica, una vieja aspiración europea. The Human Brain Project
Los resultados obtenidos por Takahashi y su equipo impulsan significativamente la carrera para la creación de máquinas de Inteligencia Artificial (AI por sus siglas en inglés) que piensen como lo hacemos los humanos. Acercan, en definitiva, una nueva era de “computación neuromórfica” en la que las inteligencias robóticas serán producidas, no ya por bioimitación, sino por hibridación con soportes neurológicos vivos.
Echando la vista atrás, aunque no demasiado, encontramos que éste era ya el objetivo de iniciativas como The Human Brain Project (HBP por sus siglas en inglés), un proyecto impulsado por la Comisión Europea en el marco de su programa de incentivación a la investigación de “Tecnologías Emergentes y Futuras (FET–Flagships)” en el ámbito de la información y las comunicaciones. Para lograr su objetivo, HBP realiza simulaciones detalladas, desde el punto de vista biológico, del cerebro humano completo. Además, diseña y produce las tecnologías de supercomputación, modelización y computación necesarias para llevar a cabo dichas simulaciones. A medio plazo, se espera que éstas puedan servir a la producción de herramientas para el diagnóstico y tratamiento de enfermedades cerebrales y para la creación de prótesis biónicas destinadas a personas con discapacidad. Pero el objetivo de HBP es, también, la creación de una “nueva clase de tecnologías de la información de baja energía con una inteligencia similar a la del cerebro y una nueva generación de robots inteligentes” (Universidad Politécnica de Madrid). Y eso da más que pensar.
2.¿Es posible, hoy en día, un sistema neuromórfico artificial?
Más allá de sensacionalismos propios de titulares periodísticos de escaso valor académico -de los que este Observatorio se aleja por razones obvias- lo cierto es que estamos muy lejos de producir una computación neuromórfica real, esto es, capaz de sinapsis similares a las que operan en el cerebro humano. Hoy por hoy, la idea de una hibridación entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial es inviable.
Ahora bien: la convergencia de disciplinas como la nanotecnología, la biotecnología, las ciencias cognitivas y las ciencias de la información (NBIC) ofrece resultados exitosos que parecen moverse en una doble dirección: la tecnogénesis de lo humano y la antropogénesis de lo artificial. Quizá, por ello, no es descabellado preguntarse cómo se producen y cuándo convergerán los procesos evolutivos que conducen a la hibridación entre el ser humano y el ser artificial, bien sea en el cyborg, un humano mejorado con órganos y sentidos artificiales (Aznar & Burguete), bien sea en el humanoide, un robot que incorpore sentidos humanos y una AI con estructura neuronal. Zora, Pepper, Kirobo o Nina, son ya realidades de robots que anticipan al humanoide, en la medida en que son capaces de recordar anécdotas y percibir sentimientos en sus interlocutores humanos.
3. Somatechnics
Llama la atención que este horizonte distópico constituya, para algunos, una meta deseable. La explicación puede deberse a que, ciertamente, el hombre es más que naturaleza y su evolución no podría explicarse si apelar a la tecnología que él mismo ha creado.
Con independencia de su estadio evolutivo, en efecto, las sucesivas especies de homínidos han compartido la capacidad de utilizar conscientemente las herramientas como una extensión de su propio cuerpo. Todas las especies del género homo han sido transformadoras (o mejor, “humanizadoras”) de su entorno mediante el uso y fabricación de utillajes. Pero, al tiempo que la tecnología humana transformaba el mundo, también ha transformado al propio hombre. Para etiquetar este fenómeno, se ha empleado el concepto somatechnics, que expresaría que el hombre no es sino tecnología encarnada (Echarte). Y algo de verdad hay en ello. El mantenimiento y uso del fuego por parte de las evoluciones euroasiáticas de homo erectus, por ejemplo, permitió su acceso a la caza mayor y a la cocción de los alimentos. Esto provocó un cambio en su dieta que favoreció el crecimiento de su capacidad craneal y, en consecuencia, la ampliación de sus resortes intelectuales y espirituales (Rukang & Shenglong). También los de su descendencia. Además, al abandonar la economía de subsistencia basada en el merodeo, dispuso de más tiempo para el ocio que dedicó a la reflexión y a la vida social y familiar.
Que nuestro cuerpo participa activamente en la recepción de las modificaciones tecnológicas y biomédicas lo evidencian, también, las propiedades plásticas del sistema nervioso central (Echarte, 2012 , pág. 39). Por eso, para algunos carece de sentido tildar de antinatural la hibridación de lo humano con lo artificial pues, en último término, nuestra naturaleza nunca fue otra cosa que tecnología encarnada. Hoy, además, acudimos a sofbots para suplantar nuestra identidad en reuniones que se producen a kilómetros de distancia y nuestras relaciones sociales son cada vez más virtuales que físicas; es habitual, también, que reemplacemos partes de nuestro cuerpo por prótesis que mejoran su operatividad y son más perdurables. Entonces, ¿no sería sensato reemplazar nuestro cuerpo entero por una prótesis biónica más duradera y perfecta? Si la tecnología vive entre nosotros “como uno más entre nosotros”, ¿por qué no puede ser nosotros?
Desde la perspectiva transhumanista, por consiguiente, la hibridación de lo humano con lo artificial es una meta éticamente adecuada. En tanto que racionales, las personas nos definimos por un libre querer que trasciende nuestras inclinaciones y nos concede la facultad de decidir el “dónde” al que queremos dirigirnos como a nuestra meta o fin (Spaemann, 1989, pág. 46). No somos mera pulsión, sino praxis, y por ello estamos destinados, por naturaleza, a rebasar nuestra propia naturaleza. Ahora bien: el transhumanismo parece olvidar que esta máxima se refiere al florecimiento de las virtudes humanas, no a un pretendido imperativo moral de mejoramiento de nuestras capacidades físicas, con ayuda de la tecnología, “para eliminar aspectos no deseados y no necesarios de su condición natural, como son: el sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento e incluso la condición mortal” (Juengst, 1998).
Para el transhumanismo, en efecto, el envejecimiento no reporta ningún beneficio biológico al individuo y la muerte no es sino un efecto colateral y corregible de la selección natural. Todavía más: la expresión de su rotundo fracaso al no haber sido capaz de favorecer mecanismo de reparación, regeneración y renovación de las estructuras biológicas (Dieguez). Frente a la aleatoriedad y margen de error de la selección natural, comparable por sus errores con un “relojero ciego” (Dawkins), los hombres tendríamos la responsabilidad de establecer una “dirección consciente de la evolución”, elevando nuestras facultades actuales a nuevas alturas o, incluso, incorporando nuevas facultades” (Huxley, pág. 12). La tecnología, entiende el transhumanismo, no sólo debería utilizarse para hacer frente a la discapacidad, sino como herramienta para la superación de nuestra vulnerabilidad y el acercamiento hipercapacidades que, tal vez, son incompatible scon nuestra naturaleza.
4. Valoración ética del deseo transhumanista de hibridación humano-artificial
Nuestro Observatorio ha advertido, reiteradamente, sobre los riesgos del biomejoramiento transhumanista (Burguete, 2019). Pues cuando lo natural se presenta como aquello de lo que hay que emanciparse, tiene sentido que termine siendo “lo artificial” quien lleve a cabo la transformación de lo natural en artefactual (Aznar & Burguete). Una inteligencia artificial podrá aprender a través de impulsos eléctricos generados en un cultivo de neuronas, pero nada permite inferir la posibilidad de trasladar a lo artificial la capacidad moral humana de ponderar, adecuadamente, el mandato deontológico con el cálculo consecuencial. Y en un mundo sin más moral que el cálculo algorítmico de la utilidad, no hay lugar para esos factores humanos que, lejos de ser una tara, representan la cualidad constitutiva de nuestra naturaleza: la vulnerabilidad y la dependencia (MacIntyre, pág. 15).
El “ideal de perfección” transhumanista no se refiere, en efecto, al logro de la vida considerado desde la perspectiva del florecimiento personal y de la vida lograda, sino desde la perspectiva de la maximización de las capacidades y propiedades que potencian el bienestar personal y social (Walker). Estas capacidades han sido enumeradas como: inteligencia, memoria, control de los impulsos, previsión, paciencia, humor, empatía, imaginación, simpatía, equidad y honestidad (Savulescu). Si estas capacidades son mejorables bioquímica, genética o quirúrgicamente, cabe preguntarse en qué quedarían la autonomía personal y la conducta virtuosa. En mundo transhumano, la concepción ética que tiene su fundamento en la autonomía moral de los seres racionales quedaría socavada (Habermas, 2001), pues el éxito residiría en vivir en la cima y no, como entendemos los humanos, en acertar con el camino elegido para llegar hasta ella.
Algunos autores (Roduit, Heilinger, & Baumann) sostienen que ambos enfoques, el del logro de la vida humana concebida desde una perspectiva integral y el que se centra, exclusivamente, en las capacidades físicas, no son incompatibles de un modo absoluto. Si fuese posible afirmar que la naturaleza humana tiene en su núcleo un factor diferencial, algo así como un “Factor X” (Fukuyama, 2003), se podrá decir que hay mejoramientos que amenazan potencialmente a ese factor, como los biomejoramientos inducidos farmacológicamente que sustituyen a los hábitos virtuosos y pueden conducir a un consumo adictivo, cuando no a un estado permanente de apatía y abulia. Pero también los hay que contribuyen a su mantenimiento o mejora. Aun así, habría que delimitar bien en qué consiste dicho factor, lo que equivale a describir adecuadamente el concepto de naturaleza humana distinguiendo si la conciencia es sólo un epifenómeno de la materia, como sostiene el empirismo, o más bien la expresión de nuestra estructura intencional, de nuestra forma substancial o alma. Pero esto es algo que, por evidentes razones de espacio, no podemos abordar en este estudio.
En otro orden de cosas, debería considerarse, además, el hecho de que determinadas limitaciones naturales resultan esenciales para la adecuada adaptación al medio de un ser vivo. Incluso la pérdida de una función puede conducir a la ganancia de otra, como ilustran numerosos ejemplos de los antepasados evolutivos de los animales contemporáneos.En cualquier caso, la “evolución” en dirección al cyborg o al robot humanoide debería someterse a un juicio objetivo sobre su adecuación a los principios de justicia, autonomía, beneficencia y no maleficencia. Pero, sobre todo, sobre su adecuación al criterio de “vida buena” o “vida lograda”. Es cierto que, en la actualidad, este juicio no es fácil por la dificultad para consensuar el enfoque del mismo. Pero la historia del pensamiento nos ha mostrado, en repetidas ocasiones, que una verdad no es menos verdad porque el enfoque para su juicio sea problemático en un momento dado.
Entre las dificultades para consensuar el enfoque para un juicio objetivo, destaca el problema del alma humana o, lo que es lo mismo, de nuestra forma substancial o estructura intencional. Por supuesto, las corrientes materialistas niegan su existencia y afirman que la conciencia sólo es un epifenómeno de la materia. Para el monismo, lo humano se reduce a lo biológico y lo biológico a lo físico, por lo que el alma sería sólo una ilusión de la conciencia que cree ser libre cuando, en realidad, está condicionada por la materia, los genes y los reflejos condicionados. Sin embargo, la visión materialista recae en un reduccionismo insostenible al ignorar que las acciones humanas no son un mero acontecer natural, sino actos “intencionales” que responden a una “disposición de ánimo”, a un “estar predispuesto” (Spaemann, 2000, pág. 75) previo a cualquier estímulo; antes que estados observables de la materia, nuestras acciones expresan un “estar dirigido” a dichos estados.
Por lo demás, lo importante aquí es que la unión de los actos intencionales con una base neuronal es siempre contingente y fenómenos como la conciencia, el querer y el saber, sólo son lo que son cuando se incluyen en ese “estar predispuesto” y son impregnados por él (Spaemann, 2000, pág. 61). Como la intencionalidad no es un fenómeno físico, ningún repositorio de neuronas vivas puede orientarla. Del mismo modo que las funciones psíquicas no son meros estados de la materia, la intencionalidad no se induce ni se reprime mediante influjos psíquicos, químicos o eléctricos, sino que los precede. Sólo podemos “querer” algo conscientemente porque existe en nosotros una tendencia hacia ello. Sin esta tendencia, todo nos sería indiferente y daría igual querer una cosa que otra (Spaemann, 2000, pág. 70).
La vivencia humana es, pues, “intencionalidad potencial”. Conviene, y mucho, distinguir en este punto entre la intencionalidad y la capacidad de elaborar propósitos. A un robot aspirador adiestrado con cultivos neuronales se le pueden inducir propósitos (objetivos o tareas), pero nunca intenciones. Las intenciones no son, como los propósitos, una mera expresión de teleología natural. De serlo, todos los seres naturales capaces de seguir un propósito serían personas, como pretenden las tesis animalistas y quienes demandan una carta de derechos para las AI. Cuando un pájaro atiende a su naturaleza finalista construyendo un nido, ni necesita representarse el nido que construye ni se comunica con otros pájaros sobre el fin que persigue y sobre los medios adecuados para lograrlo (Spaemann, 2000, pág. 73). La construcción del nido por parte de un ave sólo es un acto “proposicional”, pero no es un acto intencional, porque no se orienta a la construcción del nido, sino que obedece al instinto del pájaro.
Concluimos, por tanto, que los experimentos de Takahashi deben ser juzgados con cautela. Por un lado, es bueno que abran la puerta a futuras herramientas de diagnóstico y tratamiento de patologías del cerebro; también es bueno que permitan a la computación responder mejor a las necesidades humanas. Si en un futuro cercano los robots se guían por sistemas de AI con estructuras similares a las que caracterizan al pensamiento humano, será más sencillo, en efecto, comunicarse con ellos. Y eso redundará, así lo esperamos, en bienes para la familia humana. Ahora bien: utilizadas con fines transhumanistas, estos experimentos podrían socavar la autonomía moral de los humanos. Y esto no constituiría, en absoluto, un verdadero progreso.
Enrique Burguete
Observatorio de Bioética
Instituto Ciencias de la Vida
Universidad Católica de Valencia
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Referencias
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