El cardenal Felipe Arizmendi Esquivel, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), ofrece a los lectores de Exaudi su artículo semanal titulado “Otro país, como ‘casita sagrada’”, un lugar donde los pobres y humildes sean los primeros en la Iglesia.
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El domingo pasado, la mujer que coordina la pastoral social en mi parroquia nativa, Chiltepec, me mostró fotografías de un matrimonio que, en una población cercana, vive en condiciones deplorables. A raíz de esto, ya estamos promoviendo que la comunidad local ayudemos a esas personas, quizá construyéndoles una casita digna. Dije a los encargados de la fiesta patronal a la Virgen de Belén, que será a mediados de enero, que a ella le gustaría mucho que se hiciera algo por los pobres, y que no todo se reduzca a flores, cohetes, música y celebraciones religiosas. Ella lo que más quiere es que nos queramos como hermanos y nos apoyemos unos a otros en nuestras necesidades. En Belén, no hubo lugar para que naciera el Niño Jesús en una posada, y hoy hay que darle un hospedaje digno en la persona de los que sufren graves carencias.
En mi anterior diócesis, con ocasión de las fiestas en honor a la Virgen de la Merced, sugerí que, como parte del homenaje a la Virgen, se pagara la fianza de quince mil pesos (unos 750 dólares), para que pudiera salir de la cárcel un preso pobre que, por no tener esa cantidad, seguía detenido. En los primeros años, se resistieron y me decían que yo no comprendía sus costumbres y se las quería cambiar. Gastaban miles de pesos en flores que servían sólo para un día y al otro debían tirarlas, porque otra persona llevaba nuevos arreglos florales, siempre costosos. Una persona gastó 2,500 dólares en flores traídas desde lugares lejanos, dizque para agradar a la Virgen, aunque se advertía más bien su deseo de presumir ante los demás. Con el tiempo, comprendieron mi propuesta y, en la Misa del 24 de septiembre, siempre llevaban, como ofrenda a la Virgen, uno o dos liberados; algunos incluso extranjeros. ¿Eso le gusta a la Virgen? ¡Claro que sí, y mucho!
Este 12 de diciembre celebramos el 490 aniversario de las apariciones de nuestra Madre de Guadalupe, preparándonos ya para el quinto centenario de ese gran acontecimiento que ha configurado en gran parte la identidad de nuestro pueblo. En torno a estas fiestas, hay muchas celebraciones, peregrinaciones, ofrendas, música, para darle gracias o pedirle favores. Como buena Madre, ella aprecia todo esto y lo agradece, como cuando a una mamá sus hijos le obsequian costosos regalos en el día de la madre, pero le gustaría mucho más que sus hijos se quisieran, se perdonaran, se ayudaran.
Pensar
En su diálogo con Juan Diego, la Virgen le dijo: “Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada. En donde lo mostraré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto. Lo daré a las gentes, en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación” (Nican Mopohua).
¿Qué significa esta casita sagrada? ¿Es sólo un templo material? El episcopado mexicano, en el Proyecto Global de Pastoral 2031+2033, dice:
“El hecho Guadalupano encuentra su más elocuente síntesis mesiánico-cristológica en el mandato de construir una “casita”, donde se manifieste el consuelo materno de Dios (cfr. Is 49,15). El mandato Guadalupano de “hacer una casita”, evoca el oráculo mesiánico de la promesa divina, hecha a David, de “hacer para él una casa”, es decir, una descendencia de reyes, un linaje mesiánico (cfr. 2 Sam 7,11ss; 1 Pe 2,9-10). La descendencia mesiánica es una “familia de reyes”, coherentes con su cometido de establecer la paz y la justicia; un pueblo profético y sacerdotal fiel a su misión de interceder por las necesidades ajenas. Pero además de este aspecto bíblico, para los pueblos mesoamericanos el templo era un signo elocuente de una nación, por tanto, la invitación a construir un templo evocaba la construcción de una nueva nación” (9).
“Después de medio milenio del Acontecimiento Guadalupano, su celebración eclesial significa docilidad de espíritu para dejarse confrontar por el llamado de Santa María, ante el que nosotros, como el humilde Juan Diego, debemos preguntarnos, si por ventura nos hemos hecho dignos del mensaje del cielo, si hemos hecho de nuestra nación aquel espacio de bonanza que anhelaron nuestros ancestros. En otras palabras, nos preguntamos si el Tepeyac y sus moradores, México y sus habitantes, ¿gozan del consuelo de una sociedad más justa y pacífica? Más aún, podemos cuestionarnos si, como Iglesia ¿somos “esa casita”, construida con dinámicas sociales y alternativas económicas humanizadoras, ajenas al sistema liberal de corrupción y explotación de los más empobrecidos?” (11).
“El Señor nos llama a poner atención en los signos de los tiempos, en la vida de las comunidades y en el sentir de cada persona, porque el pueblo mexicano está herido por una guerra fratricida, ajena al deseo materno que el Padre de Cristo ha manifestado en el mensaje de Guadalupe. ¿Cómo estamos edificando la “casita” de consuelo, la familia de esos reyes que hacen prevalecer la justicia y la paz? Es pues preciso reconocer, que hemos robado la esperanza de nuestros más pequeños y hemos descuidado el fundamento de nuestra sociedad: la familia” (13).
Actuar
Invito a que asumamos esto que expresamos los obispos: “Los Obispos mexicanos queremos refrendar el compromiso de seguir construyendo una “casita sagrada” porque representa un elemento común de identidad de este pueblo, un signo de unidad, un espíritu de familiaridad. La “casita sagrada” es un lugar donde nadie se siente extraño; un lugar de encuentro, convivencia y cercanía con los seres queridos; un lugar donde se comparten las experiencias de la vida. Uno de los grandes retos de la pastoral ha sido el que en el lugar donde se reúna la comunidad todos nos sintamos en casa. Cuando esto no ocurre, cuando no construimos la “casita sagrada” entre todos, más de uno se sentirá extraño y con mucha facilidad se irá de casa” (154).
“Iluminados por el Acontecimiento Redentor de Nuestro Señor Jesucristo y del Encuentro de Nuestra Madre de Guadalupe, al contemplar la realidad de esta nueva época, queremos fortalecer y renovar nuestro esfuerzo para hacer presente el Reino de Dios en esta situación concreta de nuestro país, tomando en nuestras manos el mandato de la Morenita del Tepeyac de construir esa “casita”, donde los pobres y humildes sean los primeros en la Iglesia y orienten el horizonte de nuestra conversión, fecundando así el sentido de nuestra vida” (169).
“Nosotros, conforme a la promesa de Dios, esperamos unos nuevos cielos y una nueva tierra, en los que habite la justicia (2 Pe 3,13). Estas palabras despiertan en nosotros el deseo de caminar, de caminar juntos y hacer realidad en nuestra patria, en nuestra Iglesia y por supuesto en cada uno de nosotros, el proyecto de Dios manifestado en Cristo Redentor e inculturado en María de Guadalupe, edificando juntos esa “casita” justa y digna, donde todos somos acogidos. Dios tiene grandes sueños para sus hijos. El sueño de Dios está tejido de los mejores sueños de todos los hombres y mujeres: la paz, la justicia, la unidad, la fraternidad, la dignidad de sus hijos, etc. Estos son también los sueños de nosotros los Obispos y de toda la Iglesia de México ¡No dejemos de soñar y trabajar para que estos sueños se hagan realidad!” (189).