Hoy, día de la Transfiguración del Señor, la Iglesia celebra la vida de María Francisca. Juan Pablo II al elevarla a los altares el 10 de octubre de 1993 recordó que era la primera beatificada del Uruguay, aunque nació en la localidad italiana de Carmagnola, el 14 de febrero de 1844. Casi toda su vida discurrió en su país, pero la muerte le sorprendió en Montevideo.
Ana María tenía siete hermanos; algunos fallecieron en la infancia. Tuvieron la gracia de nacer y crecer en el hogar de una familia cristiana. Ella aprendió a amar a Dios con el testimonio de sus padres, y en particular de su madre ya que perdió a su progenitor a la edad de 4 años.
Quince años más tarde fue ésta la que murió. Entonces dejó Carmagnola y se trasladó a Turín. Aunque no había recibido estudios, poseía una inteligencia natural que encubrió esa carencia formativa. Prueba de ello fue la acertada misión que desempeñó como dama de compañía de la noble piamontesa Mariana Scoffone, y la gestión de sus bienes patrimoniales desde 1864 a 1882.
Habría tenido la posibilidad de contraer matrimonio si hubiera querido. De hecho, un ciudadano de Carmagnola de alta posición la había pretendido, pero aguardó una respuesta en vano durante varios años porque Ana María rechazó esta opción; sentía la llamada de Dios.
En Turín simultaneaba sus tareas ordinarias con la formación de niños como catequista y auxiliaba a los enfermos, especialmente los que se hallaban en el Cottolengo abandonados a su suerte. Su relación con el Oratorio de Don Bosco acentuó más si cabe su inclinación a entregarse a Dios y al prójimo.
En el estío de 1883, hallándose en Loano, aconteció un hecho significativo que iba a marcar su vida. Fue testigo de un accidente laboral que sufrió un albañil; la funesta caída le hirió en la cabeza. Ella le auxilió, le curó, y le dio el estipendio que le hubiera correspondido por dos días de trabajo con objeto de que pudiera restablecerse en su domicilio.
La Providencia quiso que el edificio en cuya construcción trabajaba el obrero fuese destinado a una comunidad compuesta por mujeres, aunque faltaba la persona apropiada para regirla. Esta iniciativa apostólica la impulsaba el capuchino, padre Angélico de Sestri Ponente, quien al conocer a María Francisca pensó que ella era la idónea para asumir tal responsabilidad. La beata abandonó las actividades que llevaba a cabo en Turín, y se instaló en Loano.
En enero de 1885, con el apoyo del capuchino, junto a cinco jóvenes fundó la Congregación de las Hermanas Terciarias Capuchinas de Loano con el fin de atender a los enfermos con particular dilección por los niños y los jóvenes abandonados. Tomó el nombre de María Francisca de Jesús y emprendió una labor misionera sin retorno.
El prelado de la diócesis la designó superiora. En 1888 el Instituto ya se había extendido a otros puntos de Italia. En 1897 viajó a América Latina junto a cuatro religiosas. Fundó en Montevideo, Buenos Aires y Rosario. En Montevideo conoció personas que la ayudaron generosamente.
Con los recursos que le proporcionaron se estableció en el barrio Belvedere y pensando en el bienestar y formación de las mujeres, erigió una escuela y un taller de costura que les permitiría ganarse la vida de forma digna. Igualmente con lo que obtuvo de una gran benefactora construyó una casa con una capilla para la comunidad que puso bajo el amparo de la Santísima Trinidad y de San Antonio cumpliendo la petición de la bienhechora. La capilla es el actual santuario que lleva el nombre de la beata.
En 1899 viajó al Marañón, al nordeste del Brasil, pero año y medio más tarde sufrió la tragedia de conocer el martirio de seis de sus hijas, hecho doloroso que como madre y fundadora jamás olvidaría. En una de sus cartas había dicho: “Sacrifíquense por amor del Señor, sean grano fecundo en el suelo”.
Ellas lo hicieron derramando su sangre por Cristo. Ana María atendió a todas con sus constantes viajes; abrió 18 casas. En las cartas que les dirigía vertía su experiencia mística. Les animaba diciéndoles: “Detrás de una dura prueba, tu Dios te espera con una felicidad mucho mayor”.
“Mírate de frente… no te asustes en las dificultades, pide ayuda y mantente dócil a quienes te pueden guiar. Mira a la Virgen, pídele que te ilumine y ayude”. “¡Queridísima mía! Sí, te lo repito: sé buena y reza mucho. Los ídolos de este mundo no merecen tu corazón”. “La vida es breve y, si no damos ahora nuestro corazón a Dios, ¿cuándo se lo daremos? Ofréceselo y dile que lo transforme”.
“Si obras con la mente concentrada en tu Dios y en el trabajo, no te detendrás en tantas pequeñeces; tendrás serena la conciencia y el corazón alegre”. “Si haces todo amando, nada te será demasiado pesado. Si con alegría tomas tu cruz, te encontrarás feliz, no sentirás su peso y no la cargarás sobre los otros”.
“No dejes pasar un día sin tener un encuentro fuerte con Dios en la oración; de Él recibirás el coraje de amar sincera y generosamente, de lo contrario te sofocaría el egoísmo”, etc. Indudablemente, eran reflexiones pasadas por la oración, concebidas para auxiliar a cada una según su particularidad.
En 1904, María Francisca se hallaba en Montevideo en una de las visitas apostólicas que realizaba a sus fundaciones. Ya llevaba más de un año allí, aunque la previsión inicial para su estancia había sido de algunas semanas. Fue el lugar donde entregó su alma a Dios el 6 de agosto de ese año a causa de un cáncer.
Con su vida cumplió lo que había expresado en una carta: “Queridas hijas procuremos hacer un poco de bien, recemos mucho, soportemos con paciencia las dificultades de la vida presente, a fin de que un día podamos alcanzar en el cielo a nuestras queridas mártires”. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de La Teja, donde desarrollaba su misión, dando respuesta al deseo que consignó en su testamento: “Mi cuerpo sea sepultado en medio de mis queridos pobres”.
© Isabel Orellana Vilches, 20183
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