Nació el 13 de enero de 1902 en Granada, Nicaragua. De ascendencia española por parte de ambos progenitores, pertenecía a una influyente familia. Su padre Félix Romero Arana ocupaba un alto cargo político en el país como ministro de Hacienda y rodeó a su numerosa prole, trece hijos, de grandes comodidades; un agradable bienestar.
María también creció arropada por un elenco de tías solteras que regentaban un colegio para las niñas pudientes, y entre unos y otros supo de primera mano la riqueza de la fe que penetró hondamente en ella. En su hogar era habitual auxiliar a las personas desfavorecidas y desde corta edad fue digna heredera de tal espíritu solidario.
Con una selecta educación y cualidades singulares para la música y la pintura, a los 12 años conoció a las Hijas de María Auxiliadora, ya que formaba parte del alumnado del colegio que regían. El estrecho vínculo que mantenía con la Virgen, y que fue la tónica de su vida, era ya manifiesto. No dudó de que Ella la sanaría de unas fiebres reumáticas que había contraído, certeza que confió a una amiga y así sucedió; se curó de forma inesperada.
En el colegio fue una de esas alumnas ideales, dóciles y bondadosas, que absorben las enseñanzas y allanan la tarea educativa. Las religiosas estaban casi recién llegadas a Nicaragua, y a través de su testimonio se fue empapando de la vida de su fundador, Don Bosco.
Se sintió atraída por el carisma y fue dando pasos inequívocos hacia un mayor compromiso. Primeramente, en 1915 se integró en las Hijas de María y decidió consagrar su castidad movida por un sentimiento vocacional irrefrenable: “Estaba resuelta a entregarme a mi Señor y mi rey para siempre. La vocación se enraizaba en mi alma cada día con mas fuerza”.
En este camino fue decisiva la ayuda de su director espiritual, el padre Emilio Bottari. Cuando a los 18 años se integró en la comunidad religiosa, le advirtió: “Aunque un día te hicieran picadillo no des nunca un paso hacia atrás. Llegarán momentos difíciles, pero tú mantente siempre fiel y firme en tu vocación”. En numerosas ocasiones recordaría este clarividente consejo.
Hizo el noviciado en San Salvador y tomó el hábito en 1921. Pusieron bajo su responsabilidad las clases de música, canto, dibujo, pintura y mecanografía, aunque ella, servicial y con recursos, podía realizar labores de enfermería fácilmente si era preciso. Era atenta y solícita con las necesidades que detectaba a su alrededor.
Aún no había profesado y ya comenzó a percibir gracias sobrenaturales, que junto con visiones, don de profecía y milagros, caracterizaron su ascenso místico. Rogaba con insistencia “Oh Jesús, enséñame a hablar, a trabajar y a vivir solo en tu amor y por tu amor”. Un día ante el Sagrario formuló esta pregunta: “Señor, ¿quien soy yo?”. Y en una locución divina recibió la respuesta: “Eres la predilecta de mi Madre y la benjamina de mi Padre”.
Emitió los votos en 1923 y fue destinada a Granada como profesora de las mismas disciplinas impartidas en San Salvador. Hizo la profesión perpetua, y luego partió a Costa Rica. En este país cultivó una de las líneas destacadas de su labor apostólica. Un día de intensa lluvia vio un mendigo que soportaba el fuerte temporal bajo la mísera vivienda, sin poderse mantener a resguardo; pensó lo que supondría para él. Y desde ese instante las necesidades de su prójimo fueron su alimento.
Su fe era ciertamente heroica. Junto a ella brillaba la palpable asistencia de María, con la que mantenía constante intimidad. A la Virgen encomendó a su padre, que había quedado casi en la ruina, apartado de la fe, y obtuvo la gracia de que retornase a ella. A la Madre del cielo llevó también todos los problemas que le trasladaban directamente y de los que tenía noticia a través de otras personas.
Decía: “Pon tu mano, Madre mía. Ponla antes que la mía”: María era “su Reina”. Por su mediación conseguía a tiempo los recursos económicos para solucionar graves y urgentes carencias y seguir emprendiendo obras para asistencia de los marginados en los suburbios de la capital.
Creó un hogar, una clínica, una escuela, y una casa para jóvenes que malvivían en las calles; casitas que eran un oasis para los “sin techo”, obras siempre dirigidas a los que no tenían recursos. Además catequizó y animó a los niños y jóvenes a través de los oratorios que impulsó. Todas las gracias sorprendentes, que llegaban siempre a tiempo, las obtuvo a expensas de la oración.
Se había trazado un programa hilvanado de Avemarías, recitadas en cualquier momento y circunstancia, especialmente cuando se traía entre manos alguna petición que debía solventar con urgencia, hecho usual en su acontecer.
Ella misma había anotado las pautas que deseaba seguir, y cumplió a rajatabla: “Apenas me despierte exclamaré: ¡Madre, Madre hermosa! Y me echaré en sus brazos, la abrazaré y la besaré, repitiéndole lenta y dulcemente: ‘Ave María…’. Durante la santa misa me colocaré a los pies de la cruz, abandonándome sobre el pecho de mi hermosa Madre para escuchar los latidos de su inmaculado corazón…”.
Simplemente este ideario pone de manifiesto que fue una mujer de una fe honda y sencilla, sin fisura alguna. Era obediente y humilde, tenía coraje apostólico, ideas y empuje para ponerlas en marcha. Su generosidad y desvelos por los desfavorecidos fueron probados con numerosas contradicciones, incomprensiones y dificultades. Los afanes espirituales de María, su intensa pasión por lo divino en medio de la cual brotaban pensamientos y emocionados anhelos se perciben a través de las anotaciones que fue vertiendo en un cuadernillo desde 1924. La Unión de Mujeres Americanas en 1968 la eligió “mujer del año”, distinción que recibió agradecida, pero sin ocultar lo lejos que se hallaba de las glorias de este mundo con un elocuente: “tonterías…”. En 1976 fue galardonada con la medalla de Oro del Rotary Club de Costa Rica. Murió con fama de santidad el 7 de julio de 1977. Juan Pablo II la beatificó el 14 de abril de 2002.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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