Circulan narraciones de grandes vidas que adolecen del rigor debido y se multiplican sin contrastar; así las conserva la memoria. A veces reaparecen sepultadas entre dudas y equívocos varios. Es lo que ha sucedido con la biografía de este obispo y doctor de la Iglesia nacido en Alejandría a finales del siglo IV. La realidad de su acontecer fue su lucha sin desmayo para impugnar las herejías, especialmente la de Nestorio, patriarca de Constantinopla. Simplemente su papel providencial e inspirado en la defensa de María, a la que dio el título de «Madre de Dios», acogido y proclamado por el concilio de Éfeso el año 431, lo dice todo; constituye un hito sin precedentes dentro de la Iglesia católica.
Mucho antes, el año 403, este hombre de Dios, que había recibido una esmerada educación, participó en el sínodo de la Encina, en Constantinopla, donde el prelado de la ciudad san Juan Crisóstomo fue depuesto para primar sobre su sede la de Alejandría. Ésta se hallaba ocupada en esa época por el patriarca Teófilo, tío de Cirilo, un hombre de difícil carácter, una persona incontinente que vivía inmersa en la violencia. Mientras duró su ministerio, él actuaba de mediador y consejero de las gentes aterrorizadas por su severo gobierno. Le sucedió el año 412, tras su muerte, pero seguramente las hebras del odio ya se habían esparcido por la ciudad. Cuando, aproximadamente unos tres años más tarde, hallaron muerta a Hypatia, seguidora de Platón, conocida y admirada por su sabiduría, las infames calumnias apuntaron hacia Cirilo, y la duda acerca de su implicación en el crimen quedó en el aire como un dardo envenenado. Este hecho es el trasfondo de una vil leyenda azuzada por el pagano Dasmacio, un escritor que consideraba al santo obispo su rival. Lo que éste hizo en realidad fue amonestar a su pueblo instándole a abandonar, con toda severidad, gestos homicidas a los que tan frecuentemente estaba abocado.
Desde el año 412 al 444, periodo en el que rigió la comunidad de Egipto, hizo frente a una época convulsa para la Iglesia de Oriente; logró mantenerla en la ortodoxia, a petición del papa san Celestino, aún a costa de muchos sinsabores. Solo un hombre de su garra y tesón podía defender la verdad católica con esa valentía de la que hizo gala también al ser encarcelado durante varios meses por su defensa del Theotòkos. «Nosotros –escribió emulando a san Pablo– por la fe de Cristo estamos listos a padecerlo todo: las cadenas, la cárcel, todas las incomodidades de la vida y la misma muerte». No fueron palabras.
Cuando el año 429 estalló la controversia impulsada por Nestorio, manejó hábilmente los hilos para apaciguar el espíritu de los ciudadanos agitados por distintas tensiones, entre otras, las de las escuelas de Antioquia y Alejandría. Las rivalidades en materia doctrinal salpicaban los púlpitos. Cirilo no se arredró, y persiguió todas las sectas heréticas como la de los apolinaristas. Cuando se trató de combatir a Nestorio, empeñado en otorgar a María el título de «Madre de Cristo» («Christotòkos»), frente al de «Madre de Dios» («Theotòkos»), que defendía Cirilo, éste echó por tierra todas sus argucias antes del concilio y durante el mismo, doblegando al heresiarca y a sus seguidores. El año 430 le envió una carta en la que afirmaba contundentemente: «Es necesario exponer al pueblo de Dios la enseñanza y la interpretación de la fe de la manera más irreprensible y recordar que quien escandaliza, aunque sea a uno sólo de los pequeños que creen en Cristo, sufrirá un castigo intolerable».
Obtuvo la condena de las tesis nestorianas cuántas veces fue oportuno ponerlas en solfa, hasta que el concilio de Éfeso ratificó el error el año 431, y Nestorio quedó definitivamente defenestrado, debiendo abandonar Constantinopla. Cuando cesó el imponente duelo, en el que otros estuvieron implicados dentro de la Iglesia, y triunfó la tesis de Cirilo, éste se dedicó a explicar las Sagradas Escrituras tratando de arrancar cualquier célula herética que pudiera quedar en el ambiente. Con su aportación teológica no solo había otorgado a María el privilegio que le corresponde por su maternidad divina; al mismo tiempo, defendía el dogma de la Encarnación.
Con el santo terminaron las controversias trinitarias. Fue heraldo de la reconciliación por la que se empeñó hasta conseguir que hubiese un vínculo con Antioquia logrado el año 433. Dejó escritos numerosos tratados doctrinales, cartas pastorales y homilías. Fue un extraordinario exegeta. Su gran intuición, además de excelente oratoria y sutileza, eran genuinas herederas de la escuela de Alejandría en la que se había formado. Fue un continuador de Orígenes y discípulo del gran san Atanasio. Su vida y su obra eran garantía de fidelidad a la tradición apostólica. De ahí que fuese recordado en el Oriente como «custodio de la exactitud». Murió el 27 de junio del año 444. León XIII lo nombró doctor de la Iglesia en 1882. Pío XII le dedicó la encíclica Orientalis Ecclesiae en 1944. Es venerado tanto en Oriente como en Occidente.
© Isabel Orellana Vilches, 2024
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