Que «Dios escribe recto con renglones torcidos» es un conocido dicho popular. Las aparentes oportunidades muchas veces son «estrategias» divinas que trastocan las intenciones humanas. Al emperador Constante II le falló su maniobra ya que parece que él, bien directamente o quizá por haber suscitado hondo temor en los ciudadanos que no quisieron importunarle eligiendo a Eugenio pontífice, tuvo un papel determinante en la decisión que ellos tomaron. De hecho, se arguye que quiso imponer su voluntad a la del santo, forzándole a asumir la Silla de Pedro con la idea de mantenerle sometido. Es decir, que aunque la designación no la hubiera efectuado a título personal, la ratificó sin dudarlo. Eso induce a pensar que seguramente creyó que la bondad natural y la mansedumbre de este insigne discípulo de Cristo, que tenía un inequívoco carácter conciliador, le permitiría dominarle, que a través de él podría actuar a su antojo. Además, lograba su propósito de ser el artífice de su nombramiento, algo que no pudo conseguir con el papa Martín I quien se mantuvo al frente de la Iglesia sin haber sido ratificado por él, y al que había desterrado a Naxos, Constantinopla, acusado de alta traición. Determinó su exilio a través del exarca de Rávena, Teodoro Calíopa, todo por haberse negado a sustentar las tesis monotelistas que defendía dos naturalezas en Cristo, la humana y la divina y una única voluntad.
El ascendente histórico de este episodio radica en las enconadas luchas entre bizantinos y lombardos que caracterizaron al siglo VII. Martín I propició un resurgimiento del catolicismo como lo hicieron el papa Agatón y Máximo el Confesor. Posteriormente, tras el gobierno del exarca Eleuterio, que estuvo marcado por la paz, Teodoro reavivó las controversias por motivos religiosos, y las tensiones con Roma se acentuaron, lo que dio lugar a una separación que desembocó en un cisma. Antes de que él ostentara el exarcado había sucedido otro hecho capital. En el transcurso del concilio convocado por Martín I se condenaron todos los escritos monotelistas que suscribía Constante. Éste ordenó a Olimpio, exarca de Rávena, que fuese a Roma y le arrestara. Pero fue más lejos y quiso matarle. Sin embargo, en el momento en que se dispuso a segar su vida, quedó ciego.
A su muerte le sucedió Teodoro, a quien el emperador había otorgado el exarcado, y por mediación suya arrestó al papa. Es de suponer que, con la designación de Eugenio, se tomaba la revancha ante lo que juzgó inadmisible afrenta realizada por Martín. Pero cometió una grave equivocación. Este ciudadano romano, hijo de Rufiniano, que desde su juventud estaba vinculado al clero, era un hombre fiel a la fe, íntegro, valeroso. Cuando tuvo que enfrentarse a él lo hizo sin vacilar, anteponiendo su amor a Cristo y a la Iglesia a todo lo demás. Sabía que su destino estaba en juego, y que, tal como le sucedía a Martín, podían aherrojarle con cadenas, pero eso no le hizo temblar. De modo que Dios, a través de las malintencionadas pretensiones de Constante, ocultas o manifiestas, trazó los convenientes caminos de la historia de la Iglesia otorgando todas las bendiciones a este nuevo sucesor de Pedro.
Eugenio se convirtió en el LXXV Vicario de Cristo en la tierra el 10 de agosto del 654. Desde su exilio el pontífice Martín I, que inicialmente reprobó su nominación, en su momento reconoció su legitimidad. Éste murió en Cherson al año siguiente a causa de los muchos sufrimientos que padeció. Es posible que antes de su deceso le llegaran noticias del ímpetu de Eugenio que no perdió el tiempo. Así, después de haber tomado posesión dispuso que viajasen a Constantinopla unos legados suyos que tenían la misión de notificar al emperador que se habían cumplido sus deseos. Quería informarle de que él asumía la más alta dignidad eclesial como había impuesto.
Por razones no esclarecidas entró en liza Pedro, el patriarca de Constantinopla, quien a su vez entregó a los legados –que posiblemente se pusieron de parte suya– un documento de sombrío contenido que impedía dilucidar cuál era su postura exacta en el grave tema del monotelismo. Además, solicitó a Constante que indujera a Eugenio a establecer un vínculo estrecho con él. El contenido de este escrito sinodal conocido por los fieles en Santa María la Mayor a través del pontífice suscitó en ellos un clamoroso rechazo; le exigieron que secundara esta misma postura. Por si fuera poco, el Santo Padre informó a su pueblo del injusto trato que se estaba dando a su predecesor Martín I, amén de ignorar la profesión de fe suscrita por Constante que debía haber firmado. Parecía un desafío en toda regla, si bien lo que perseguía era dejar sentada la única verdad que propugna la Iglesia que no tiene más obediencia que la debida a Dios.
La respuesta de los delegados bizantinos a esta reacción, realizada con notable violencia y agrias acusaciones, no doblegaron el ánimo de Eugenio. Le amenazaron con someterle a la misma pena que sufrió Martín I, intenciones frustradas por razones bélicas ya que los musulmanes derrocaron al emperador, y también porque murió al poco tiempo. De los escasos hechos que se han compilado de la vida de este santo pontífice uno tiene singular alcance. Fue el encuentro que mantuvo el año 654 con el obispo de York san Wilfrido, a quien dio su bendición. Éste había peregrinado a Roma con el fin de instruirse en las Escrituras y conocer otros aspectos importantes eclesiales. Pudo llegar al papa gracias a su sintonía con san Bonifacio. Por otro lado, Eugenio concedió al rey franco Clodoveo II poner bajo el amparo de la Santa Sede el monasterio de San Mauricio de’Agaune, como él pidió, lo que suponía mantenerlo a resguardo de intereses ajenos. Este papa fue un hombre generoso con los desfavorecidos y estuvo agraciado con el don de milagros. A él se debe la prescripción de la castidad para los sacerdotes. Falleció el 2 de junio del año 657.
© Isabel Orellana Vilches, 2024
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