Durante la audiencia general de esta mañana, el Papa Francisco ha tenido un encuentro espontáneo con Lidia Maksymowicz, mujer polaca de origen bielorruso que sobrevivió a los campos de concentración del nazismo en Auschwitz y a los experimentos de Josef Mengele, conocido como “El Ángel de la Muerte”.
Según ha relatado hoy, 26 de mayo de 2021, Vatican News, el Santo Padre ha besado el número de deportación al campo de concentración que Lidia tiene tatuado en su brazo. Acto seguido, esta ha entregado al Pontífice tres regalos como símbolo de memoria, esperanza y oración, expresando lo siguiente: “Me ha fortalecido y me ha reconciliado con el mundo”.
Visita a Roma
Tal y como informa el medio vaticano, Lidia Maksymowicz, una de las últimas supervivientes del nazismo en Europa, que vive ahora en Croacia, ha visitado la capital italiana para ser invitada de la asociación “La Memoria Viva de Castellamonte” en Turín, donde contará su testimonio a los jóvenes, experiencia ya recogida en el documental La niña que no sabía odiar.
Tras su encuentro fortuito con Francisco, Maksymowicz ha expresado su cercanía al mismo: “Después de Juan Pablo II, quiero al Papa Francisco. Sigo sus ceremonias por televisión, rezo por él todos los días, le soy fiel y le profeso un profundo cariño”. Y ha asegurado que “con el Santo Padre nos entendimos con los ojos, no tuvimos que decirnos nada, no hacían falta las palabras”.
El contacto que ha tenido con el Papa ha surgido en una jornada especial para ella, el Día de la Madre en Polonia: “Para mí es un aniversario especial, porque he tenido dos madres: la que me dio a luz, y que me robaron en el campo de concentración cuando tenía tres años, y la madre polaca que me adoptó una vez libres y a la que debo mi salvación”.
Regalos al Sucesor de Pedro
Al final de la audiencia, la mujer víctima del nazismo ha entregado al Obispo de Roma tres regalos que simbolizan los tres pilares que sustentan su vida: memoria, esperanza y oración. La primera está representada por el pañuelo con una franja azul y blanca con la letra P de Polonia, sobre un fondo triangular rojo, que todos los prisioneros polacos utilizan en las ceremonias de conmemoración.
La esperanza, con un cuadro pintado por su asistente Renata Rechlik que la retrata de niña, de la mano de su madre, mientras observan de lejos desde las vías la entrada al campo de Birkenau, símbolo del principio del fin para millones de judíos y otros prisioneros. Por último, la oración: en las manos del Papa Francisco, Lidia ha colocado un Rosario con la imagen de san Juan Pablo II, bendecido por su ahijado, el padre Dariusz. “Es el que uso cada día para rezar”, ha explicado.
Historia de Lidia
Con tres años de edad, Lidia Maksymowicz fue apartada de su hogar, junto a su madre y sus abuelos maternos, y todos fueron deportados por ser sospechosos de colaborar con los partisanos. “Era pequeña, era muy joven, pero ya tenía una gran experiencia tras haber vivido escenas de guerra en la antigua Unión Soviética. Estaba preparada para el dolor, para el mal hecho por los hombres contra otros hombres, pero no esperaba experimentar lo que viví en Auschwitz”, describe.
“Fui deportada en un tren sólo apto para animales, quizá ni siquiera para eso. Cuando las puertas se abrieron, vi escenas terribles. Mis abuelos fueron separados de nosotros y de los demás, y luego enviados a un barracón con una chimenea de la que salía un humo con un hedor atroz. Mi madre y yo, sucias, hambrientas, asustadas, obedecíamos a los soldados que gritaban palabras incomprensibles mientras los perros ladraban. No entendíamos nada, hacíamos todo lo que nos decían, estábamos aterrorizadas”, añade.
Víctimas de Mengele
Identificadas ambas en el campo como prisioneras polacas, con la P cosida en sus uniformes a rayas, la madre fue trasladada a los barracones de los trabajadores. Lidia, en cambio, a una “casa llena de niños de diferentes edades y nacionalidades”. Era el barracón en el que trabajaba el médico Josef Mengele, uno de los responsables del intento exterminio de los judíos.
Esa casa era el depósito que Mengele utilizaba para llevar a cabo sus experimentos con mujeres embarazadas, bebés gemelos y personas con malformaciones. Le habían enviado a Lidia porque era una “niña bonita y sana”. Después de casi 80 años, no recuerda lo que hizo con su cuerpecito, pero sí recuerda bien “el dolor” y su mirada: “Era una persona atroz, sin límites ni escrúpulos. Día tras día, muchas personas perdieron la vida en sus manos. Después de la guerra, se encontraron libros con referencias a números tatuados, incluido el mío”.