Su amor a la Sagrada Familia, que denominó “Trinidad de la tierra”, junto con la Eucaristía, fue el pedestal sobre el que se alzó la virtud de esta mujer que quiso sostener la vida sacerdotal acompañando en silencio y entregando lo mejor de sí en una cotidiana asistencia a los presbíteros, sin más satisfacción que la de saber que con ello estaba alentándolos en su misión pastoral.
Un rasgo, podríamos decir maternal, que no siempre ha sido comprendido por sus congéneres. Ya Juan Pablo II cuando la beatificó en Canadá tuvo que salir al paso de quienes consideraban que con esta acción Marie Leonie empequeñecía a la mujer. No la entendieron.
Tal vez no estuvieron al tanto de que ésta fue una decisión emprendida por ella con plena libertad, teniendo claro el objetivo que se proponía. Vino envuelto en un cariz espiritual, lo que significa que no podía ser contestado por nadie. Forma parte de la conciencia y de la voluntad de cada cual responder a Dios en los términos exactos que Él inspira.
Pero aquél brillante día 11 de septiembre de 1984, en la ceremonia de beatificación el pontífice aplacó las críticas haciendo notar que el papel desempeñado por Marie Leonie no es el único reservado a una mujer canadiense.
La bautizaron con el nombre de Virginie-Alodie. Nació en el seno de una humilde y creyente familia de L’Acadie, Quebec, Canadá, el 12 de mayo 1840. Persiguiendo un futuro mejor para la familia, su padre, que había intentado sostenerla inútilmente trabajando en un molino, partió a California, como otros hicieron, seducido por la fiebre del oro.
Al regresar se encontró con que su pequeña, que había dejado interna con 9 años en el convento de las Hermanas de Notre-Dame en Laprairie, ya formaba parte de la comunidad de las Marianitas de San Lorenzo fundadas por el padre Basile Moreau. Era una adolescente de 14 años.
De los seis hijos tenidos por Joseph Paradis y Émilie Grégoire, dos habían fallecido, el resto eran varones, por tanto, ella era la única niña. Joseph, hombre afable y bondadoso, pensó que podría disuadirla. Pero no logró hacerla desistir; tampoco la forzó a hacerlo.
Muy segura de lo que quería para su vida, Marie Leonie profesó en 1857 amparada por el fundador a pesar de su frágil salud, y se dedicó a la docencia. Interiormente se sentía llamada a sostener la vida de los sacerdotes. Durante unos años impartió clases en Montreal y en el orfanato San Vicente de Paul de Nueva York.
En 1874 llevó a cabo su misión en el colegio de San José, en Memramcook, New Brunswick, Indiana, al frente del cual se hallaba el padre Camille Lefebvre, de la Santa Cruz. Muchas jóvenes de L’Acadie sin recursos y con dificultades para expresarse en inglés, que desempeñaban labores domésticas, albergaban el deseo de establecer un compromiso religioso.
Marie Leonie que había comenzado enseñando francés estaba en condiciones de dar clases de inglés porque ya dominaba la lengua. Pero juzgó conveniente propiciar la apertura de un noviciado francófono en L’Acadie para evitar que las jóvenes tuvieran que ir a Indiana a realizar el noviciado.
Su propuesta no fue acogida. Y en 1880 impulsó el Instituto de las Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia, aún siendo ella todavía religiosa de la Santa Cruz. El objetivo no era otro que colaborar y apoyar a los religiosos de la misma Orden en su labor educativa.
Ellos fueron los que ese año de 1880, en su capítulo general, autorizaron a que las integrantes de este nuevo movimiento hiciesen votos privados y bajo el amparo de Marie Leonie actuasen con autonomía. Su labor sería ocuparse de los trabajos domésticos de los colegios de Santa Cruz extendidos por Canadá.
María y José estaban tan fuertemente anclados en su corazón que no se cansaba de decir: “Mi confianza es ilimitada en nuestra buena Madre. Conoce nuestras necesidades y tiene un poder tan grande sobre el corazón de su divino Hijo”. Dentro de las advocaciones conferidas a la Virgen ella se inclinaba por Nuestra Señora de los Siete Dolores y Nuestra Señora del Rosario.
Respecto al Santo Patriarca igualmente se dejaba llevar por esa devoción sin cota alguna, recurriendo a él en cualquier situación. Para ello peregrinó en distintas ocasiones al santuario de santa Ana. Sencilla, de gran corazón, extrajo su peculiar forma de consagrar su vida a la atención de los sacerdotes de su contemplación de la Eucaristía y de la Sagrada Familia de Nazaret.
Humilde, orante, activa, siempre dispuesta a colaborar con generosidad, al igual que María había hecho, fueron claves de su quehacer y fundación. Su lema era: “piedad y dedicación”. No dejó de trabajar en ningún instante. Fue una de las características de su vida. Siempre animosa, decía a las suyas: “¡Trabajemos, mis hijas, descansaremos en el cielo!”.
Monseñor Paul LaRocque, prelado de Sherbrooke, Quebec, precisaba personas de confianza para su seminario y el obispado. Y la beata, que tuvo noticias de ello en 1895, vio la ocasión de trasladar allí la comunidad, siendo acogidas por él en su diócesis. Ese año falleció el padre Lefebvre que había sido sostén de la comunidad.
En 1896 obtuvieron la aprobación diocesana. Pero fue pasando el tiempo y Marie Leonie, que continuaba vistiendo el hábito de la Santa Cruz, veía aumentar su anhelo de convertirse en otro miembro más de la Sagrada Familia. En 1905 Pío X le concedió la autorización que precisaba liberándola del compromiso que había contraído con la anterior Congregación.
Quedó al frente de la Orden fundada por ella como superiora general dedicándose todas a servir como “auxiliares” y “cooperadoras” domésticas a comunidades de religiosos y de sacerdotes. Fue la artífice de las constituciones, y justamente cuando se disponía a imprimirlas, el 3 de mayo de 1912, murió repentinamente tras la cena. Poco antes había dicho a una enferma: “¡Adiós hasta el cielo!”.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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