Rosa Virginia (santa María de Santa Eufrasia Pelletier) nació el 31 de julio de 1796 en la isla de Noirmoutier, Francia, en medio de la Revolución francesa. Fue el lugar elegido por sus padres para refugiarse al producirse el levantamiento de La Vendée. Estos valientes defensores de sacerdotes y religiosos, por cuyas acciones en su favor debieron abandonar su lugar de origen, la bautizaron por su cuenta de forma clandestina.
Cuando la niña tenía un año, el primer presbítero que desembarcó en la costa confirmó el sacramento. El estrecho vínculo que la familia continuó manteniendo con estos confesores de la fe hizo que Rosa creciera bajo el sólido fundamento de la misma. Al recibir la primera comunión sintió la llamada a la consagración.
En 1805 murió una de sus hermanas y al año siguiente su padre. Entonces su madre decidió enviarla a Tours. Quedó bajo el amparo de la madre Pulchérie, fundadora de la Asociación católica. Era una persona estricta con las alumnas. Pero este trato riguroso fue conveniente para la santa, quien a los 17 años, siendo una joven bien parecida, eligió seguir a Cristo.
Desde el principio supo que debía salvar el escollo de su fuerte temperamento. Impulsiva y poco dada a la contención verbal, su tendencia a responder con salidas de tono y un apego al propio criterio ponían su voluntad y vocación en peligroso disparadero. El arrepentimiento y la aflicción que llegaban después, unido a las penitencias que se imponía, revelaban su nobleza.
Pero eran caballos de batalla que le dominaban y si deseaba unirse a Cristo tenía que purificar sus tendencias. Su determinación a luchar era incontestable, y así se lo dijo a su hermana: “Será necesario doblegarme, lo sé, pero seré religiosa”. Lo que vivió en el centro junto a la madre Pulchérie fue un entrenamiento para lo que tendría que asumir.
En esta época tuvo noticias de la existencia del Instituto de Nuestra Señora de la Caridad y del Refugio. San Juan Eudes lo había fundado en 1641 con objeto de proporcionar una vida digna a las mujeres descarriadas (llamadas Magdalenas), y a las que podían caer en redes mafiosas movidas por desaprensivos.
Rosa ingresó en el convento de Tours en 1814 y se le encomendó ser catequista de las jóvenes. En el momento de profesar decidió tomar el nombre de Teresa. Es lógico pensar que la imponente y arrebatadora personalidad de esta mujer castellana que volcó su pasión en Cristo le sedujese.
Que le hiciese creer que con este referente, junto a la gracia, también ella podría escalar las altas cimas de la santidad. Por eso quiso unirla a su persona. Pero a la superiora le pareció excesivo. Teresa de Jesús había sido una santa de tal calibre que juzgó presunción que Rosa Virginia pensase en él para llevarlo en su honor.
“¿Teresa? ¿Tú, Teresa? ¿Una mujer tan grande?¡ ¿Por quién te tienes?! ¿Pretendes igualarla, pobrecita aspirante a la perfección religiosa? Ve a buscar en la ‘Vida de los Santos’ el nombre más humilde y escondido que haya”. Sin mostrar resistencia alguna, humilde y generosa, abrió las páginas del santoral y eligió el nombre de una sencilla mujer que había conquistado la santidad: Eufrasia.
A los 29 años santa María de Santa Eufrasia Pelletier fue designada superiora de la Orden. Pero, poco a poco, iba viendo que la Institución no era para ella. Intuía que debía moverse con horizontes más amplios. “Yo no quiero que se diga que soy francesa. Yo soy italiana, inglesa, alemana, española, americana, africana o hindú.
Yo soy de todos los países donde hay personas que salvar”. En Angers habían solicitado una nueva fundación, y allí se trasladó para vivir en una casa refugio existente en la ciudad denominada “El Buen Pastor”. Su ímpetu apostólico hizo de este centro un lugar fecundo desde el principio.
Movida por él, solía decir: “Nuestra vida debe ser siempre el celo; y este celo debe abrazar al mundo entero”. A los cuatro meses tenían más de ochenta nuevas vocaciones, una comunidad de contemplativas y una segunda rama que ha perdurado hasta nuestros días.
Debía volver a Tours, pero la gente que la quería se opuso a su partida. Entre tanto, se percató de la conveniencia de fundar un generalato. Salía al paso de eventuales dificultades que podrían surgir si cada casa dependía de un prelado distinto. Además, juzgó que si existía una superiora general podría cubrir las necesidades que surgieran trasladando a las religiosas donde fuese conveniente.
No tardaron en saltar a la palestra murmuraciones, incomprensiones y signos de desaprobación de quienes no compartían la obra. Fueron especialmente ácidos al ser elegida unánimemente por todas las religiosas como superiora general. “Me habéis nombrado superiora: soy indigna de ello, estoy confusa; pero en fin, ya que soy la superiora, fundaremos las ‘Magdalenas’”.
La acusaron, entre otras cosas, de ambición personal, afán de poder, espíritu de innovación… Fueron momentos de gran dolor, una prueba que afrontaba confiada en Dios. Una noche escribió al Papa: “Si el Santo Padre encuentra dificultad en que yo sea la superiora general, me someto humildemente”.
Las peticiones para que abriera fundaciones en otros lugares, incluida Roma, no cesaban y el pontífice Gregorio XVI le dio su bendición en 1835: “Ahora voy a ser yo quien va a sostener vuestro Instituto”. Con su aquiescencia puso en marcha la Congregación de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor.
Erigió en vida más de cien casas en casi todos los continentes, sin viajar y sin los medios de comunicación que existirían después. Como aquello que se ama es por lo que se lucha y se da la vida, sus hermanas eran sostén y aliento en su dulce caminar junto a Cristo:
“Como he dado a luz a mis hijas en la cruz, las quiero más que a mí misma. Mi amor tiene sus raíces en Dios y en el conocimiento de mi propia miseria, pues comprendo que a la edad en que hacen la profesión, yo no hubiese sido capaz de soportar tantas privaciones y un trabajo tan duro”. Murió en Angers el 24 abril de 1868. Pío X la beatificó el 30 de abril de 1933. Y Pío XII la canonizó el 2 de mayo de 1940.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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