El beato Francisco de Fabriano nació en Fabriano, Ancona, Italia, en febrero de 1251. Era hijo de Compagno Venimbeni, médico, y de Margarita di Federico. Ésta debió haber prometido mediante voto que si tenía un hijo acudiría a Asís en peregrinación. Y cuando el muchacho tuvo edad de viajar lo llevó consigo.
En este recorrido sucedió un hecho significativo para el futuro del pequeño. Tuvieron un encuentro con Angelo Tancredi, uno de los discípulos de san Francisco, quien mirando a los ojos del niño vaticinó: “Tú serás uno de los nuestros”. Fue un hecho que el mismo beato narró en su Cronica Fabrianensis redactada en 1319.
Impresionada Margarita por estas palabras, se ocupó de recordar con frecuencia a su hijo que tendría que consagrarse y vincularse a la Orden franciscana, idea con la que creció. Profesionalmente el joven Francisco no quiso seguir los pasos de su padre, y en lugar de cursar medicina eligió la carrera de filosofía.
Entre todos los pensadores de la época sintió predilección por san Buenaventura, al que admiraba. En 1267, a los 16 años, ingresó en la Orden de los Hermanos Menores. Mientras hacía el noviciado se le concedió acudir a la Porciúncula donde se hallaba fray León, uno de los primeros seguidores de san Francisco que moriría en 1271.
Él, fray Angelo Tancredi y fray Rufino fueron artífices de la Leyenda de los tres compañeros, una de las fuentes capitales para conocer lo que aconteció en torno a la vida del Poverello. Los textos van precedidos de una carta dirigida al ministro general de la Orden, Crescentius de Aesio, fechada en Greccio el 11 de agosto de 1246, que acompaña a las anotaciones tomadas por estos tres discípulos suyos que fueron testigos de sus pasos. Es decir, que ellos no fueron los autores de la obra, pero dieron las claves para conocer la vida de san Francisco.
Una vez que san Buenaventura redactó la Leyenda mayor, reconocida por el capítulo general de París en 1266 (antes había sido aprobada por el capítulo general celebrado en Pisa en 1263), los restantes relatos quedaron fuera de la circulación. Pero indudablemente conocer de primera mano el devenir del fundador, nada menos que a través de fray León, fascinó al beato de Fabriano.
Incluso tuvo la fortuna de haber leído los escritos de este fiel seguidor del Seráfico padre, y así lo consignó en la Cronica. “He aquí que yo, fray Francisco de Fabriano, hermano menor inútil e indigno, hago constar en este escrito que he leído y he visto autentificado con el sello del señor obispo de Asís el documento de indulgencia de la Porciúncula… y esto me lo testimonió fray León, uno de los compañeros de san Francisco, hombre de vida probada, al que conocí el año que vine [al convento] y fray León narró haber escuchado de labios de san Francisco cómo la obtuvo [la indulgencia] de nuestro señor y papa Honorio III”.
En 1268 Fabriano culminaba su noviciado en el convento de Porta Cervara, y justo ese año falleció el padre Raniero, que había sido rector de Santa María di Civita y con el que san Francisco se confesó en algunas ocasiones. También a él le vaticinó –pero en este caso lo hizo el mismo Poverello–, que un día sería franciscano, como así sucedió.
El beato Francisco de Fabriano impulsó la construcción de un nuevo convento en su localidad natal. Al poder adquirir el terreno por una cantidad razonable, juzgó que era un milagro de su fundador que en uno de sus viajes a la localidad había predicho a María, esposa de Alberico, que un día los frailes se establecerían en el lugar.
El beato Francisco fue nombrado superior de este convento en 1316, y desde 1318 a 1321. En ese periodo, a propósito de la celebración del segundo capítulo provincial, solicitó la generosa ayuda de los ciudadanos para atender a todos los hermanos que participaban en él y que provenían de todas las Marcas, obteniendo su inmediata respuesta.
Como buen franciscano no tenía nada propio. El dinero que le legó su padre lo invirtió en construir una valiosa biblioteca en la que custodió importantes manuscritos. De ahí que se le considere el “primer fundador de bibliotecas” de la Orden franciscana.
De su generosidad sabían bien los menesterosos, a los que ayudaba preparándoles la comida y distribuyéndola en la puerta del convento. Vestía una áspera túnica y se infligía duras mortificaciones, apenas descansaba, y lo poco que dormía lo hacía encima de un duro jergón.
Pasaba las horas prácticamente en oración, meditando en los misterios de la Pasión de Cristo, por los que sentía especial devoción; le arrancaban amargas lágrimas. Una gran parte de su tiempo transcurría en el confesionario y en la predicación, pero también atendía a los enfermos y les ayudaba a prepararse para un bien morir.
Fue particularmente devoto de las almas del Purgatorio, por las que oraba y ofrecía sus penitencias. Al respecto se cuenta que, en una ocasión, mientras oficiaba la misa por ellas, como solía hacer con frecuencia, aunque la iglesia estaba casi vacía se escucharon muchas voces que alegremente respondían “Amén” a las oraciones de la antigua liturgia de la misa de difuntos; se cree que provenían de ellas.
En todo caso, cuando celebraba la misa siempre se podía apreciar el recogimiento y fervor que acompañaba al beato. Llevaba cuarenta y cinco años en la vida religiosa admirablemente sellados por su virtud cuando le fue vaticinado el día de su deceso, hecho que se produjo el 22 de abril de 1322. Pío VI aprobó su culto el 1 de abril de 1775.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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