Arándanos bajo la nieve

La vida, la ética y la espiritualidad en los aforismos de Madame Swetchine

Sofía Petrovna Soymonova (1782-1857, conocida como Madame Swetchine) es una escritora rusa, afincada en París a donde llegó hacia 1826, después de su conversión al catolicismo. Políglota, de fina sensibilidad intelectual y espiritual. En su casa parisina organizó un salón literario en donde se reunía la flor y nata de la intelectualidad francesa vinculada al liberalismo católico. Como anfitriona de elevada cortesía sabía “alimentar la conversación sin apoderarse jamás de ella, custodiando esa especie de fuego sagrado, propio de las tertulias, para que todos los contertulios puedan aproximarse a él” (cfr. XXXVI, p. 17). De ella he leído su libro de aforismos Arándanos bajo la nieve (Cypress Cultura, 2024). Lectura sosegada, meditada, dialogada de cada uno de los aforismos -a los que he vuelto más de una vez-, deteniéndome para saborear la sabiduría que encierran. Es de los libros que no se dejan “contar”, hay que leerlo: cada aforismo destila ingenio, sencillez e ilumina el propio andar.

El primer aforismo reza así: “Que nuestra vida sea pura como un campo de nieve donde nuestros pasos se impriman sin dejar mancha” (p. 13). Un anhelo grande. A primera vista, parece más un deseo al alcance de ángeles que al alcance de los simples mortales; sin embargo, no deja de ser un buen consejo, incluso para quienes llevamos décadas de camino y no damos el nivel. Volteamos la vista atrás, encontramos mucho trecho caminado con sus logros, aciertos, tropezones y manchas. ¿Desánimo? No, porque en medio de las vicisitudes de la vida, podemos elevar el corazón al Altísimo y decir: gracias, perdón, ayúdame más. La misma autora lo afirma: “en el otoño del corazón, no hay un movimiento que no lleve una felicidad o una esperanza”. A una vida esperanzada no le falta la ilusión de enderezar el rumbo de continuo.

Dice Madame Swetchine: “Todas las alegrías de la tierra aun no saciarían nuestra sed de felicidad, y un solo dolor basta para envolver la vida en un velo de sombra, para golpearla en todos sus puntos” (XLII, p. 18). Retrocedemos en el tiempo y nos encontramos con San Agustín quien nos recuerda que “nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en el Señor”. Un corazón que sabe de amores, alegrías, dolores, zozobras, penas propias y la de nuestros seres queridos, precisamente, porque amamos. Alegrías y dolores se alojan en el corazón, en esa convivencia misteriosa señalada, bellamente, por Antonio Machado: «En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón». Y así como es verdad que basta un solo dolor para ensombrecernos el día y llenarnos de inquietud, también es verdad que una sola sonrisa, una pequeña gotita de alegría son suficientes para hacernos el día. Un alma agradecida sabe hacer fiesta con el poquito de rocío que la refresca.


De otro lado, para estos tiempos de hiper información, nos recuerda Soymonova que de la sola acumulación de datos no se sigue la sabiduría. Dice: “los conocimientos que no hacen más que amueblar nuestra mente, que permanecen en ella importados sin echar raíces, sin añadir su fuerza y su extensión, son de nuestra propiedad, pero no son nuestros, y nos dejan en el mismo grado de valor moral que cuando los tomamos” (LXVI, p. 21). En el campo de la ética, este aforismo es especialmente lúcido. Podemos tener muy claros los principios éticos (hacer el bien, evitar el mal; el fin no justifica los medios), conocer la importancia de las virtudes para la vida buena en sociedad (decir la verdad, respetar la integridad física y moral del prójimo, ser íntegros y rechazar los sobornos). Conocimientos de indudable importancia, pero su tenencia no nos hace personas buenas y ciudadanos cabales. Tantas veces son solo muebles que decoran posturas carentes de consistencia ética. La vida buena requiere que los principios éticos muerdan carne hasta traducirse en conductas observables moralmente correctas.

¿Grandes acciones para llegar a ser una persona de bien? Quizá, algunas veces. Lo que está a nuestra mano es más prosaico y pequeño, pero no por eso deja de tener vocación de eternidad, dado que Dios se mezcla en las pequeñas cosas de este mundo, señala nuestra autora. Cosas pequeñas, del hoy y ahora, terrenas y divinas a la vez, puesto que “el maestro de la Eternidad es también el maestro del ahora” (XXVI, p. 36).

Madame Swetchine, profunda y encantadora, con un fino conocimiento de la condición humana, sin angelismos, ni fatalismos escabrosos. Sus aforismos son una buena muestra de pensamiento inteligente y fineza de espíritu. Pensamientos madurados bajo la nieve, como los arándanos de su Rusia natal, en donde han adquirido color y dulzura.