Leyendo el otro día el Evangelio del paralítico, (Lucas 5, 17-26), me venía a la cabeza todo el rato la imagen de sus amigos. Me preguntaba cómo serían, a la vez que me admiraba el hecho de que contra viento y marea consiguieran ponerle delante de Jesús. Cómo viendo la dificultad, no se rindieron, y buscaron creativamente otra opción para que su amigo pudiera tener un encuentro con Aquel que ellos sabían podía curarle.
He leído muchas veces este pasaje y no es la primera vez que intento imaginarme a los protagonistas y a los personajes secundarios que estaban allí ¿Cómo se quedaría la gente cuando apareciera colgando del techo el paralítico? ¿Cómo me hubiera quedado yo? ¿Cuántos serían estos amigos? ¿Cómo se llamarían? Se abre paso en mí, sin embargo, un nuevo eco.
Podría ser, como en otras ocasiones, el anhelo de fortalecer mi fe para parecerme a ellos, pero este deseo no sería novedoso, puesto que es más que recurrente. Y es que no quiero acostumbrarme a ella en el sentido de conformarme y vivirla de forma rutinaria y aburrida. ¿Quién querría esto? Supongo que nadie, pero en la vida sino pones atención e intención en lo que haces, todo se puede volver monótono, también la fe.
Hacer las cosas sin pensar en su “para qué” o sentido, aunque sean buenísimas. O hacerlas sin ponerte a ti mismo en juego, es algo bastante fácil, y sobre lo que alguna vez ya he escrito. Vivir de forma automática es muy común en este mundo que tan rápido nos hace movernos.
Esta vez no es aquí donde me detengo. El eco que me ha dejado es más de tipo práctico. Está en el ámbito de las acciones. De esas obras que deberían ser siempre reflejo de la persona que somos o que queremos ser, aunque nos cuesten.
Pensaba en esos amigos que llevaban la camilla y la necesidad tan grande que hay de “camilleros” en este momento. Personas llamadas a llevar a otros hacia aquello que de bueno, bello y verdadero han conocido. Personas que pese a los inconvenientes son capaces de ir contracorriente y de empujar o sostener las camillas de otros. En definitiva, camilleros de corazones, que desde su corazón dispuesto y ensanchado acompañan a los corazones de otros.
Miraba cómo a lo largo de la historia y pese a todos los avances y descubrimientos de la humanidad, el núcleo de la persona, de lo que somos, no ha cambiado ni lo hará: nuestro corazón.
Un corazón, que está bien hecho, y que claramente no se está conformando con lo que está recibiendo. Con aquello que le estamos dando: sucedáneos de amor que en ningún caso colman su deseo y su sed de amar y ser amado.
Un corazón que se va endureciendo por las muchas ocupaciones que nos llevan a un activismo donde el acumular experiencias es requisito para poder ser alguien. Un mundo donde el ruido constante no nos deja un momento de silencio interior para poner la brújula a trabajar: ¿hacia dónde voy? ¿Cuál es mi norte? ¿voy bien? ¿Tendría que recalcular la ruta?
Un mundo maravilloso que, sin embargo, ha puesto en la cúspide de sus aspiraciones el tener cosas y no el ser. Donde impera un sentimentalismo emotivista que se queda en lo más superficial de la persona y la deja a merced de los vaivenes de sus estados de ánimo.
Pero resulta que este corazón, el nuestro, el tuyo y el mío – al que intentamos satisfacer con estos engañabobos muy apetecibles a primera vista- está hecho para el amor del bueno. Para llenarlo de personas con nombres y caras concretas. Hecho para salir de sí mismo y hacer hueco a aquellos que no soy yo.
No sé cómo sería en épocas pasadas. A veces, parece que lo que nos pasa a nosotros, nunca ha sucedido y si ha pasado, ahora es peor. No creo que sea así y a cada época, como nos enseña la Historia, su afán.
Yo puedo hablar de lo que vivo ahora y lejos de querer que mi mirada se pose solo en lo negativo, realmente veo esa necesidad imperiosa de camilleros que empujen camillas o sean muletas. De personas dispuestas a ayudar a otros a despertar de su letargo; que acojan y busquen a los que cojean y van rezagados; a tantos que afectivamente están paralíticos porque su corazón ha sido engañado durante tanto tiempo.
Personas que sabiendo y conociendo Quién es el médico que puede curar los corazones, se ponen en camino para acompañar a otros a su encuentro con la esperanza de la meta y sin prisas. Que se saben limitadas y pequeñas, pero a la vez muy grandes por ser únicas e irrepetibles. Que confían a pesar de las dificultades y que disponen su corazón para el otro, buscando su bien, aunque eso pueda suponer que les salgan ampollas.
Acompañando sin juzgar. Sosteniendo, a veces. Otras, impulsando. Otras, solo estando, pero siempre poniendo en primer lugar a ese paralítico. Tal y como está y tal y como es. Camilleros que se saben deudores a su vez de otros que antes les ayudaron a ellos.
Y pensaba en mis camilleros… en esas personas que han empujado mi camilla o que, incluso alguna vez, me han llevado en volandas. Cuántos nombres, cuántos corazones… qué agradecida estoy.
Y vuelvo al punto de partida… el mundo necesita muchos camilleros y yo, con lo gran poco que soy, anhelo poder ser uno de ellos.