La Sagrada Escritura: Fundamento de la vida en Cristo
Las primeras líneas de la carta a los hebreos, en el nuevo testamento, nos dicen que “de muchos modos y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo”. (Hb 1,1ss)
Así, la historia del Antiguo Testamento, en sus contextos y textos, se convierte en anuncio y preparación del Nuevo Testamento y, a su vez, la historia del Nuevo Testamento, también en sus contextos y textos, se convierte en la plenitud de la revelación de Dios en la persona de Jesús de Nazaret.
Revelación definitiva y perfecta por la que a Jesús – con el evangelista Juan – los discípulos de todos los tiempos lo confesamos como el Verbo del Padre, (Jn 1,1ss) en cuanto que, como lo hace la palabra, Jesús revela y manifiesta al Dios Creador, al Dios del Antiguo Testamento, al Dios Padre compasivo y misericordioso.
Misma razón por la que los primeros cristianos, como nosotros hoy, confesamos también que Jesús es el “camino, verdad y vida” (Jn 14,6) que nos conduce al Padre y que “quien lo ha visto a Él ha visto al Padre” (Jn 14,9).
De esta manera, toda la Palabra, comunicación o revelación de Dios consignada en la Sagrada Escritura se convierte en camino que nos prepara (Antiguo Testamento) para el encuentro con Dios en la persona de Jesús de Nazaret, el Cristo.
Y, por ello también, la Palabra de Dios se convierte en fuente de fe y de tradición para los discípulos y para la comunidad eclesial. Y la vida, ser y quehacer de cada creyente y de toda la Iglesia ha de estar ceñida, normada y conformada a la vida misma de Jesús, del Hijo, para que, en su seguimiento, por Él Hijo, con Él y en Él, podamos llegar a ser a imagen y semejanza del Padre.
En esto consiste entonces la vida cristiana: en cristificarnos, en poder gritar como Pablo “ya no vivo yo es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20) para trinitizarnos. Así, la vocación primera y primordial del discípulo es la de vivir haciéndose íntimo de Cristo (como su madre y sus hermanos – Mt 12,50), para encontrarnos con Cristo, para permanecer en Él (como los sarmientos en la vid vida y los sarmientos – Jn 15) para habitar en Él y Dios en nosotros.
¿A dónde conduce el camino de la Sagrada Escritura?
La pregunta hecha a Jesús por un escriba: ¿Cuál es el mandamiento principal de la ley?, (Mt 22,36-40) es la misma pregunta hecha por el hombre de todos los tiempos: ¿Qué es lo esencial, lo que permanece, lo único valioso y lo más importante en la vida del hombre? ¿Qué es lo que llena de verdad y de sentido la existencia humana? ¿Cuál es el mandamiento primero de todos? ¿Dónde está el fundamento, lo definitivo, la verdad, la razón de ser de nuestras vidas y de nuestra historia?, ¿Qué tenemos que hacer para ser felices, para alcanzar la vida eterna? ¿Cómo coincidir con Jesucristo y cómo encontrarnos con Él, con su mismo proyecto de vida?
Para el escriba del evangelio, para sus discípulos de siempre, para todo aquel que busca una respuesta razonable a la más fundamental de las preguntas, Jesús respondió y nos responde hoy: ¡Lo que importa es amar! Amar a Dios amando al prójimo, porque amar a Dios EN el prójimo es el mismo mandamiento, síntesis y plenitud de toda la ley y los profetas.
Amor a Dios EN el hermano: un solo mandamiento, una misma y única vocación. Por eso en el Nuevo Testamento el que dice que ama a Dios a quien no ve y no ama a su hermano es un mentiroso. (1Jn 4.20) A la pregunta del letrado Jesús añade un segundo mandamiento – semejante al primero – por el que nadie le ha preguntado: amar al otro como Dios nos ama.
He aquí la síntesis de la vida del hombre, del discípulo. El mandamiento del cual depende la religión, el culto, la moral y nuestra salvación, nuestra felicidad y perfeccionamiento. El parámetro con el que debemos medir nuestra conciencia de cristianos: amar al próximo, como Dios nos ama, con obras, especialmente al más necesitado.
El amor a Dios se concreta y verifica EN el amor al prójimo y en el cumplimiento de este mandamiento: amar a Dios en el hermano, consiste la verdadera religión, el verdadero culto al Padre, la cercanía y construcción de su Reinado en el mundo, y la vida y compromiso cristiano, porque ésta es su voluntad: que nos amemos los unos a los otros como Él mismo nos ama.
Para Jesús, Dios y el hombre son inseparables. No podemos servir al uno, olvidándonos del otro. No podemos amar a Dios sin amar a sus hijos y no podemos amar al hombre sin amar al Padre de todos. Así, la creatura, el ser humano, especialmente el más pequeño y vulnerable se convierte en el lugar de encuentro con Cristo, y por Cristo con el Padre, por excelencia. Porque “lo que hicisteis con uno de mis pequeños conmigo mismo lo hicisteis o los dejasteis de hacer”. (Mt 25)
Por eso, la religión que Jesús vivió, enseñó e inauguró – lo mismo que todo el camino al que no conducen los escritos del Nuevo Testamento – consisten en descubrir, amar y dar culto a Dios EN el hermano, con obras, especialmente EN el más necesitado. El cristianismo, a diferencia de todas las demás religiones, atraviesa siempre en la pretendida relación directa del hombre con Dios a un hermano caído, apaleado en el camino de la vida, a un hambriento, a un sediento, desnudo, necesitado de atención, servicio y misericordia.
En el cristianismo, la relación buena o mala con Dios pasa, se mide y se juzga por la relación buena o mala con el otro, con el más débil y vulnerable, en el que descubrimos el rostro mismo de Dios.
Amar a Dios EN el próximo, con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser, como Dios nos ama, eternamente y sin medida; porque el otro, el próximo, es mi hermano y porque amar al hermano es cumplir la voluntad del Padre. Amar a Dios, amando preferentemente al más pequeño, al más débil, al más necesitado, con obras que muestren la verdad y la eficacia del amor hasta las últimas consecuencias: “Tuve hambre y me disteis de comer…” (Mt 25)
Desde el momento en que Jesús pronunció esta enseñanza, se inauguró una nueva religión en la que se equipara el amor a Dios con el amor al hombre; una religión que tiene como medida de la relación con Dios la relación con el próximo y como lugar preferente y predilecto para el encuentro con Dios el encuentro con el próximo.
Encontrarnos con Cristo en el hermano próximo
Hemos pasado siglos pretendiendo amar a Dios sin amarnos los unos a los otros, en una vida de Iglesia centrada en el culto y en los templos, con muy poca o ninguna formación y con precaria inteligencia y razonabilidad de la fe. Este es un culto fácil, cómodo y a nuestra medida: basta con unas devociones, con unos ritos esporádicos y divorciados de la vida diaria fuera de los templos, con unas costumbres sociales, con unas devociones entre religiosas y supersticiosas, para creer que cumplimos.
Asunto más difícil es amar a Dios EN el hermano próximo, a quien tengo que aceptar, servir, perdonar y con quien tengo que compartir hasta lavar los pies y dar la vida. Llevamos siglos olvidando que el segundo mandamiento, el de amar al próximo, es semejante al primero: amar a Dios. Olvidando, como los fariseos, el mandamiento de Dios por aferrarnos a tradiciones (Mc 7,8)
Todo lo cual explica – salvadas las excepciones y casos individuales – el estruendoso fracaso de la Iglesia en su tarea evangelizadora, como Institución rectora de nuestras sociedades y encargada de impregnar la vida personal y social con los valores y criterios del evangelio de Jesucristo; evidente y doloroso fracaso del cristianismo – no de Jesús y de su evangelio que está por estrenarse y que sigue siendo necesario y vigente – en estas sociedades mayoritariamente habitadas por hombres y mujeres, gobernantes y gobernados, con certificados de bautismo católico, que se dicen “cristianos” pero con ausencia total de criterios del evangelio de Jesús de Nazaret en las relaciones y estructuras sociales, políticas, económicas, etc. Sociedades, con mucho culto y muy católicas y religiosas en las formas, pero repletas, individual y estructuralmente y en el diario vivir, de corrupción, inequidad, injusticia, violencia y muerte.
Después de dos mil años, ya es hora de caminar por el derrotero que nos marca el Nuevo Testamento para encontrarnos con Cristo. Hora de amar menos a Dios, hora de salir de las sacristías y del solipsismo pietista, individualista e inútil de nuestras prácticas “religiosas” no-cristianas y amarnos más los unos a los otros para así, cumplir la voluntad de Dios. Es hora de buscar, encontrar y amar a Dios por Cristo amándolo EN el hermano, hora de rendir culto a Dios en el más pobre y humilde, hora de vivir haciendo la voluntad del Padre que coincide con el único mandamiento de la religión cristiana: el mandamiento NUEVO del amor. “Si vas a presentar tu ofrenda ante el altar… vete primero a reconciliarte con tu hermano”. (Mt 5,23-24)
El Concilio Ecuménico Vaticano II marcó un hito en la historia de la Iglesia católica y en su toma de conciencia por la urgencia de ponerse al día con los cambios históricos y los nuevos desafíos socio-culturales que enfrenta el hombre de hoy y, con ello, la tarea evangelizadora de la Iglesia.
Para este “aggiornamento” la Iglesia – en todos sus organismos, sínodos, conferencias episcopales nacionales y continentales, iglesias particulares y comunidades parroquiales – hace hoy esfuerzos para formar la fe de todo el Pueblo de Dios, para que la vida cristiana de todos los creyentes (laicos, ministros ordenados, religiosos y consagrados) sea una opción por Cristo inteligente, razonada, responsable y razonable, “como quien va a construir una torre o como quien va a dar una batalla” (Lc 14,28).
Es en este contexto de formación de la fe en el que se inscribe y tiene verdad y valor la misión y visión de la tarea de nuestra Academia de Líderes Católicos y la realización de este V Seminario Internacional, para que como discípulos de Cristo y estando en el mundo, sin ser del mundo (Cfr. Jn 17,16), por el encuentro y seguimiento de Jesucristo y de la lógica del Evangelio, vayamos construyendo el reinado de Dios en el mundo como “un cielo nuevo en una tierra nueva” (Ap 21,1)
Mario J. Paredes is CEO of SOMOS Community Care, a social care network of more than 2,500 independent providers responsible for reaching out and delivering care to more than 1 million Medicaid patients across New York City