El año litúrgico culmina con la celebración del domingo de Cristo Rey, un título que, en nuestros días, puede sonar irónico. A nuestro alrededor, vemos cómo Cristo es hostigado, expulsado y no reconocido. En los bajos comerciales de mi barrio, hay diversos carteles anunciadores de eventos, entre ellos uno que menciona un concierto de un grupo llamado «Non Serium». Esta expresión contiene una clara errata por ignorancia del latín, pues debería ser «Non Serviam» (no serviré). Este grito de rechazo resuena por todas partes: Cristo está expulsado, Cristo no reina.
Esta situación se refleja en la escena del Evangelio que leemos este domingo, donde Cristo es presentado a Pilato para ser juzgado y condenado a muerte. Pilato le pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Una pregunta absurda, considerando que Jesús está detenido, humillado y acusado. Sin embargo, Jesús responde: «Tú lo dices, yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo». La Iglesia confiesa solemnemente que Jesucristo es rey del universo, aunque aparentemente sea un rey desposeído.
El poder de Dios es singular. Podemos entender fácilmente la causalidad eficiente, el poder físico, como un martillo neumático perforando una roca o un padre llevando a su niño recién nacido a la cuna. Hay un poder superior: el poder de la vida, cuando la temperatura y la luz del sol interactúan con la semilla y hacen que esta germine y dé fruto. Este poder es superior al poder puramente físico. Pero hay un escalón aún superior: el poder espiritual, cuando un padre, una madre o un maestro enseñan y explican algo a un hijo o alumno, creando un clima de libertad para que surja la comprensión.
Sin embargo, el poder más elevado es la causalidad del amor. Cuando un padre o una madre aman a su hijo, nace en él una libertad que antes no existía. El amor crea libertad, una energía y autoestima que transforman a la persona. Este es el poder de Dios: ama al hombre desmesuradamente, hasta la última gota de su sangre. Cristo en la cruz muestra hasta qué punto Dios nos quiere más que a sí mismo. Al contemplarlo, surge en nosotros una alegría, una autoestima y una respuesta al anhelo de amor infinito y eterno que hay en nuestro corazón, llevándonos a entregarnos completamente a Él.
Pero este poder de Dios, esta realeza, también tiene su contrapartida: su debilidad y fragilidad. El amor es siempre delicado, vulnerable y rechazable. Es una oferta que puede ser fácilmente rechazada en una cultura materialista y sensual. Basta con observar las estadísticas de fracasos en el amor conyugal hoy para darnos cuenta de que estos son malos tiempos para el amor y, por tanto, también para el amor a Dios.
Las dos caras de la fiesta de Cristo Rey son: un poder capaz de lograr la entrega total de una persona a Dios, y un poder fácilmente rechazable, frágil y vulnerable. Hace años, el Papa León XI consagró la Iglesia y el mundo al Sagrado Corazón de Jesús. Desde entonces, hemos visto tanto progresos como sombras. Ha habido avances tecnológicos y científicos, pero también ha sido una época de gran violencia, guerras, genocidios, atentados y pandemias. La secularización ha avanzado como nunca antes, y nuestra civilización se ha vuelto mayoritariamente atea o agnóstica.
Cada año, estas dos festividades, Cristo Rey y la consagración al Sagrado Corazón de Jesús, están unidas. El Papa estableció que en la solemnidad de Cristo Rey se renueve la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús. San Josemaría también consagró la Obra al Sagrado Corazón por tres motivos fundamentales: la contradicción de los buenos, las penurias económicas y la paz de las conciencias en plena Guerra Fría.
Hoy, al reflexionar sobre estos acontecimientos, podemos entender mejor la teología de la historia desde los ojos de Dios. La historia de la salvación transcurre en el corazón de las personas, no en los acontecimientos o instituciones. Jesucristo proclamó la llegada del reino de Dios en el corazón de cada persona, mostrando el rostro de Dios desde la cruz.
La historia es real, no una mera sucesión de tiempo ni un despliegue automático de fuerzas. El futuro está sin escribir, depende de nuestra libertad. No habrá un estado definitivo de cosas buenas en este mundo. La parábola del trigo y la cizaña nos recuerda que conviviremos siempre con lo bueno y lo malo, el progreso y el regreso, el pecado y la prueba.
La historia de la salvación no solo se refiere al cielo, sino también a la tierra. La acción de Dios se manifiesta en forma de plenitud, salvación, sanación y felicidad. La felicidad del cielo está reservada para quienes saben ser felices en la tierra. Así, la verdadera historia de la salvación ocurre en nuestro corazón, está en constante proceso y se manifiesta en la plenitud de la salvación y la felicidad.
En conclusión, la festividad de Cristo Rey nos invita a reconocer el poder singular de Dios, un poder que transforma desde el amor y la libertad, a pesar de su fragilidad y vulnerabilidad. Nos llama a consagrarnos completamente a Él, confiando en su amor infinito y eterno.