Pierre Manent es un académico de filosofía política. Discípulo de Raymond Aron, conocedor de Leo Strauss y de la filosofía clásica. En su libro La ciudad del hombre (Santiago de Chile, IES, 2022; Estudio preliminar de Daniel J. Mahoney) presenta una enjundiosa visión de la trayectoria histórico-intelectual del liberalismo moderno. Busca comprender la particularidad del hombre moderno, para cuyo fin estudia a Hobbes, Locke, Montesquieu, Hume, Kant, Weber, entre otros.
Para Manent, el hombre moderno “edifica un “nuevo mundo” para habitar en él, ni “este mundo” ni “el otro mundo”, sino un tercer mundo, o tercera ciudad, ni natural, como la de los griegos, ni sobrenatural, como la de los cristianos, si no simple y puramente humana: la ciudad del hombre” (p. 343). Por tanto, ni naturaleza, expresada en la magnanimidad griega; ni gracia, expresada en la humildad cristiana. Un caminar hacia adelante, despojado de toda atadura propia o ajena. “Huye de la ley y la persigue -sostiene Manent-. Huye de la ley que le dan, y busca la ley que él mismo se da. Huye de la ley que le da la naturaleza, Dios, o que él mismo se dio ayer, y que hoy le pesa como si fuera la ley de otro. Busca la ley que él mismo se da, y sin la cual sería un juguete de la naturaleza, de Dios o de su propio pasado. La ley que busca no deja de convertirse, y se convierte continuamente, en la ley de la que huye” (p. 347).
El moderno enfatiza la libertad y rechaza la naturaleza, no sin contradicciones que Manent hace notar, con aguda destreza. Así, por ejemplo, Montesquieu (1689-1755), en El espíritu de las leyes, debilita la autoridad de los antiguos, así como la idea del mejor régimen y el concepto de virtud. Los sustituye por la autoridad del momento presente: comercio y libertad (cfr. p. 47). “Lo que llama virtud en la república es el amor por la patria, es decir, por la igualdad. No es una virtud moral ni cristiana, sino la virtud política” (p. 57). Esta virtud política es la renuncia a uno mismo. Es el amor por las leyes y la patria. “Este amor que requiere una preferencia continua por el interés público sobre el propio interés, produce todas las virtudes individuales” (p. 58). Este concepto de virtud “no está basado en el control de las pasiones por la razón, sino más bien en la absorción de la energía pasional por y en una pasión única: el amor a la patria y la igualdad. Es, por lo tanto, el amor por una regla que oprime e incluso aflige” (pp. 61-62).
Esta virtud política, entendida como renuncia a uno mismo, como vocación de servicio en quien asume la función pública está en el corazón del concepto de “servidor público”. Ya nos gustaría que fuera así. Basta ver el panorama de la política nacional e internacional para darnos cuenta de que la realidad es otra. James Buchanan, premio Nobel de economía, con su teoría de la public choice mostró que el propio interés, el egoísmo, el oportunismo anida en la condición humana, independientemente, de la función pública o privada que asuma el agente libre. Es decir, ni el comercio ni la administración pública suplen la falta de virtudes personales de los seres humanos.
Adam Smith, por su parte, considera que “el deseo de mejorar (improvement) es el resorte central de la naturaleza humana” (p.163). Antes, Hobbes sostenía que la inclinación general de toda la humanidad es el deseo constante y sin tregua de adquirir poder y más poder. “De Hobbes a Smith, el deseo de poder se convierte en deseo de poder adquisitivo, ya sea para comprar los productos del trabajo o el trabajo mismo” (p. 164). Un deseo para mejorar su condición ya por vanidad (terrateniente, Teoría de los sentimientos morales) o por satisfacción e interés (comerciante, La riqueza de las naciones) (cfr. p. 166). Como se ve, la valla es más bien baja y se queda en el puro interés propio.
Para John Locke, la naturaleza le da al hombre materiales sin valor. El plus creador es el trabajo humano, origen de la propiedad. Lo que determina y motiva la acción humana para Locke es el uneasiness, término que expresa tanto la inquietud como la incomodidad, el malestar. De ahí que lo propio del deseo sea huir ante cualquier mal que experimente en el presente. No es el bien el que mueve al ser humano, puede más el malestar presente siempre que el bien futuro. No hay espacio ni tiempo para los fines nobles. Huir del mal, ese el gran motivo (cfr. pp. 228-234).
La ciudad del hombre moderno está jalonada por el emotivismo libertario: quiero, puedo, no hago daño a terceros, luego lo hago. No hay más instancia que el deseo. A esta concepción política, Manent propone una ciudad que se nutra de la sabiduría clásica y la esperanza cristiana en la Providencia que animaron de manera conjunta el alma occidental. Una ciudad que procure la vida buena de sus ciudadanos y sepa aunar el afán de logro de la modernidad con el afán de servicio cristiano. Tenemos los recursos morales y políticos suficientes para continuar con nuestra andadura ciudadana: acción y esperanza, tiempo y eternidad.