Reflexión de Mons. Enrique Díaz: Vienen a mí llorando, pero yo los consolaré

XXX Domingo Ordinario

Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio de este Domingo  27 de octubre, de 2024, titulado: “Vienen a mí llorando, pero yo los consolaré”.

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Jeremías 31, 7-9: “Vienen a mí llorando, pero yo los consolaré”

Salmo 125: “Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor”

Hebreos 5, 1-6: “Tú eres sacerdote eterno, como Melquisedec”

San Marcos 10, 46-52: “Maestro, que pueda ver”

Me han enviado unas fotografías y videos de unos amigos débiles visuales que venciendo miles de obstáculos caminan, cantan, ríen y dan vida a su alrededor. Con un bastón en la mano que apenas les da un poco de seguridad, pero con una fe grande que los impulsa a enfrentarse a un mundo que se les opone y los aísla. Sí, tienen más luz que quienes tienen salud en los ojos, pero ceguera espiritual y egoísmo en su corazón.


Dice el proverbio que si un ciego guía a otro ciego ambos caerán en un pozo. La narración que nos ofrece el pasaje de este domingo parece contradecirlo. Un ciego se convierte en ejemplo y guía para quienes tienen luz. Es más, supera la oposición de quienes, mirando, tienen el alma en tinieblas y le impiden acercarse a Jesús. Sentado a la orilla del camino, sin ilusión, sin esfuerzo, sin riesgo, pero también sin esperanza, gasta las horas y espera sólo las sobras y las indiferencias de los que pasan de largo. Sentado a la orilla del camino como muchos hermanos que han perdido la ruta y que no alcanzan el ritmo vertiginoso de una sociedad que consume y consume, que arrebata y destruye, y que va dejando su estela de pobreza y miseria “a la orilla del camino”. No en el camino porque estorbarían la carrera alocada de un mundo consumista y egoísta que se afana en su propio mantenimiento, sin mirar los desastres que van quedando a su alrededor. Así, “a la orilla del camino” van quedando en el olvido. Pero Bartimeo, una de las pocas personas que tiene nombre en el evangelio de Marcos, al “sentir” pasar a Jesús no quiere quedar en el olvido y está dispuesto a arriesgarse, a caminar en medio de su oscuridad en busca de la luz. Comienza con un grito desgarrador: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Un grito, una oración y un rayo de esperanza que empiezan hacer nacer en su corazón la ilusión que logrará ponerlo de pie.

Si el primer impedimento que tenía el pobre Bartimeo era el “quedarse” sentado y logra vencerlo saliendo de la inercia, de la pasividad y el conformismo, el segundo parece más grave: la oposición de los demás que no quieren que hable y que lo regañan para que guarde silencio. ¿Por qué le obligan a que calle? ¿Porque molestaba al Maestro o porque los molestaba a ellos? ¿A quién beneficiaba el silencio de aquel ciego? Actualmente hay situaciones difíciles y dolorosas que muchos preferirían que pasaran ignoradas. Que no se hable del hambre, de la pobreza, del dolor… porque nos hace parecer un país menos prospero, porque “el mundo tiene derecho a ser feliz”, porque se irían las inversiones, porque no les gusta que se manifieste la pobreza, porque… se esgrimen mil razones y sin embargo ninguna es válida. Ahí está el dolor y la injusticia clamando al Señor cada día más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Hay dolores, cegueras, olvidos, que reclaman la presencia del Señor y que piden se tenga compasión. A pesar de estar a la “orilla del camino” los hermanos siguen clamando por un lugar en el banquete de la vida, un lugar con dignidad y justicia.

Para Jesús no hay olvidados, para Él todos están presentes, Él no puede pasar de largo, ni desconocer a los que están a la orilla del camino, por eso ordena que lo llamen. Y, sólo entonces, aparecen las palabras de aliento: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. Ya la simple palabra de Jesús suscita la esperanza. Pero aún le queda al ciego mucho camino por recorrer: tiene que levantarse, lo cual hace de un salto (pensando en su oscuridad será como arrojarse en el vacío), y lo hace con entusiasmo, pero además debe dejar a un lado su manto, su única protección, y así, descubierto acercarse a Jesús. Gran lección para nosotros. Lanzarnos al vacío tan sólo con el arma de la fe. Despojarnos del manto que nos protege: el poder económico, cultural, ideológico, político; la preocupación, el ansia, nuestras pretensiones y las miras humanas, el ansia de poseer… todo cabe en un manto del que nos debemos despojar. Y así el ciego, despojado, escucha atento las palabras de Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?”. La total disposición de Jesús para darle luz y vida le hacen responder: “Maestro, que pueda ver”. Igual petición deberíamos hacer nosotros, que podamos ver más allá de nuestras limitaciones, que miremos más allá de nuestro pesimismo, que miremos con espíritu alegre, lleno de esperanza y lleno de fraternidad. Que Jesús ilumine nuestros ojos y nuestros pasos para iniciar nuevos caminos.

Cristo, que lo hace todo, parece no hacer nada. Le afirma que su fe lo ha salvado. Así el que parecía ciego, ha resultado con mayor luz en su interior y ha emprendido el seguimiento de Cristo, pues “comenzó a seguirlo por el camino”. El que estaba sentado, ciego y mendigo, se ha transformado en discípulo gracias a la fe que le ha regalado Cristo respondiendo a su súplica. El que se sentía incapaz de dar un paso, ahora se transforma en caminante de la fe.  La fe cristiana y el seguimiento de Jesús van siempre juntos, como en el camino los ojos y los pies van siempre juntos. La fe sin seguimiento quedaría vacía, y el seguimiento sin fe, estaría ciego. Pero este pasaje nos enseña que uno y otra son posibles sólo para quien invoca la misericordia de Dios, bota lejos el manto que lo resguarda y se acoge a la bondad divina: el pobre que ruega obtiene ojos para ver y pies para alcanzar la liberación por parte de Dios.

¿Cuáles son las dificultades que nos han dejado sentados a la orilla del camino? ¿Qué esfuerzos estamos haciendo para dar el salto de la fe? ¿Hay mantos que nos impiden seguir a Jesús? ¿Cómo seguimos a Jesús por su camino?

Aumenta, Señor, en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, para que dejando nuestros miedos, mantos y ataduras, sigamos a Jesús por el camino del Reino. Amén.