Como su nombre indica, nació en la ciudad italiana de Mantua hacia la segunda mitad del siglo XIII en una familia de la nobleza. Inclinado en su juventud a la vida religiosa, ingresó en la Orden de Predicadores. En el noviciado se hallaba como formador Nicholas Boccasino, Maestro General de los dominicos, futuro cardenal y pontífice Benedicto XI; él fue su preceptor. En esa época se fraguó una entrañable amistad entre ambos beatos, sellada por la vivencia de un mismo carisma, vínculo que tendría después su repercusión para el devenir de Santiago. Por de pronto, fue enviado a la Universidad de París para cursar estudios eclesiásticos. Y allí discurrió una importante etapa de su vida, marcada por su ordenación sacerdotal y la obtención del doctorado en Teología. Además, ejerció la docencia hasta que en febrero de 1304 tomó posesión de su nueva misión como prelado de Mantua, designación efectuada por su amigo, ya Benedicto XI, quien conocía sobradamente su trayectoria intelectual y, sobre todo, su extraordinaria vida espiritual. El Pontífice reunía en torno a sí a personas de confianza elegidas entre los dominicos, y una de ellas fue Santiago. Éste ocupó un importante papel en un momento histórico y eclesial realmente complejo en el que tuvo que desempeñar distintas misiones.
La sucesión entre Bonifacio VIII y Benedicto XI constituyó una especie de transición histórica que marcó un momento singularmente doloroso en la historia de la Iglesia: el exilio de Avignon. El pontificado de Benedicto XI, último antes del establecimiento de los Papas en la mencionada ciudad, se caracterizó por su brevedad: ocho meses ocupó la Sede de Pedro que culminaron con su desaparición. Así pues, prácticamente no dispuso de tiempo para constatar su acierto al encomendar a Santiago la diócesis de Mantua. Éste desempeñó su misión pastoral durante casi tres décadas en las que cosechó abundantes frutos y bendiciones. Benfatti tenía grandes dotes diplomáticas, y éstas, unidas a su excelente preparación y sumadas a su ascendencia nobiliaria con acceso a grandes círculos, le hubieran permitido escalar importantes peldaños sociales y eclesiales. Pero él eligió la vivencia de la caridad, la oración y la generosidad. Supo pasar de puntillas, con tacto, por cuestiones difíciles de índole diversa: política, social y eclesial, que tenían como artífices a facciones de singular calado como los güelfos. Y eso que no era fácil apaciguar los ánimos revueltos entre la nueva burguesía y la aristocracia, que tanto encono suscitaron en las principales capitales de Italia. Eludiendo espinosas cuestiones, este prelado se centró en su grey, a la que se entregó sin reserva alguna.
Reconstruyó la Catedral de Mantua y otros templos, pero su mayor acción, por la que le denominaron «Padre de los pobres», fue su ardiente caridad con ellos, que fueron quienes le dieron ese título. En medio de sus constantes gestos de atención hacia los desfavorecidos, que claramente percibían en su predicación y en su forma de dispensar los sacramentos, resplandecía su caridad. Ésta se hizo especialmente palpable en instantes de sumo dolor cuando las gentes sucumbían bajo la epidemia de peste y el hambre, y él estaba a su lado socorriéndolas con premura y abnegación. Era ejemplar en su vida de austeridad y piedad, participó en la coronación de Enrique VII en Milán en 1311, y al año siguiente tomó parte en el Concilio de Vienne. El papa Juan XXII lo designó legado suyo. Murió en Mantua, en cuya catedral se venera su cuerpo incorrupto, el 19 de noviembre de 1332. Pío IX confirmó su culto el 22 de septiembre de 1859.
© Isabel Orellana Vilches, 2024
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