En la vida, no se trata de cuántos pasos hemos dado ni de los zapatos que hemos usado, sino de las huellas que hemos dejado. Este mensaje es especialmente relevante para papás y maestros, y, en realidad, para todos aquellos que tienen un papel en la educación y la formación de los demás.
Reflexionando sobre la vida, creo que una de las grandes satisfacciones al final del camino será el legado que hemos construido. Me encanta hablar de los santos, quienes vivieron sin ostentaciones, en humildes condiciones. Por ejemplo, Santa Teresita de Lisieux nunca salió de su convento, pero dejó una huella profunda con su obra «Historia de un alma». Aunque su vida fue sencilla, el impacto que tuvo en los demás fue monumental.
San Francisco de Asís, por su parte, dejó una marca indeleble en el mundo, a pesar de no salir de su localidad. Su vida, centrada en la pobreza y la humildad, lo convirtió en un símbolo de amor y dedicación. Lo mismo ocurre con el padre Pío, quien, aunque vivió en el mismo convento, su huella fue enorme. A menudo, las grandes transformaciones no dependen de grandes viajes o lujos, sino de la sinceridad y el amor con que vivimos cada día.
A los papás y maestros les digo: no importa cuánto tiempo vivan o qué calidad de vida hayan tenido, sino las huellas que dejan en sus hijos y alumnos. La honestidad, el cariño y la comprensión son legados que perduran. Mi propio padre, con sus 42 años de vida, dejó un impacto que aún me guía, así como los 76 años de mi madre, cuyo amor y generosidad fueron fundamentales en mi formación.
Hoy en día, tenemos más herramientas que nunca para dejar huella: las redes sociales, acceso a la cultura, y comunidades vibrantes. Aprovechemos estas oportunidades para sembrar amor, amistad, y caridad en el mundo.
Te dejo con una pregunta: ¿estás dejando una huella en la vida de quienes te rodean? Independientemente de tu ocupación o circunstancias, cada uno de nosotros puede contribuir al bien común. Hagamos todo el bien que podamos, y que Dios nos bendiga siempre.
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