El papel de la familia y los cuidados paliativos frente a la tecnificación de la muerte

En «Los destellos»

El buen cine honra a la mejor humanidad cuando, al finalizar la película, nos devuelve al mundo más encarnados y nos enseña a mirar adonde es menester con esperanza. La cineasta española, Pilar Palomero, lo consigue con el film Los destellos al reivindicar la familia y los cuidados paliativos al final de la vida, frente a las lógicas de tecnificación de la muerte que privan de la empatía, la calidez y el tiempo para despedirse amorosamente. La película nos invita a admirar el carácter sagrado de la existencia, a respetar la dignidad humana y a abrir el corazón al misterio que puede brindarnos instantes de belleza cuando no se mira a la muerte con miedo. El film está en las antípodas de la oda a la eutanasia que hace Pedro Almodóvar en La habitación de al lado.

La trama arranca con Ramón (Antonio de la Torre) enfermo de cáncer en situación terminal. Su hija Madalen (Marina Guerola) vive y estudia Ingeniería Agrónoma en Valencia. Pero, todos los fines de semana se desplaza a un pequeño pueblo de Tarragona para ver a su padre, pasar tiempo con él en la casa familiar y, de paso, visitar a su madre. Ante el agravamiento de la enfermedad, la joven toma la decisión de trasladarse a vivir a casa de Ramón para pasar el máximo de tiempo juntos. Está dispuesta a posponer sus estudios universitarios con el fin de acompañar a su padre hasta el último momento. La decisión disgusta, inicialmente, a la madre. Isabel (Patricia López Arnáiz) lleva más de quince años separada de Ramón, ha rehecho su vida con una nueva pareja, Nacho (Julián López), está ilusionada con la rehabilitación de una antigua masía y no quiere, de ninguna manera, que nada estropee su isla de felicidad cotidiana. Además, se opone frontalmente a que Madalen interrumpa sus estudios porque no cree que Ramón vaya a morir tan pronto como intuye su hija.

El giro inesperado de guion, que cambia radicalmente los planes de Isabel y la pone en aprietos, tiene que ver con una petición de Madalen. Ésta requiere a su madre generosidad y que visite regularmente a Ramón, puesto que la única compañía que tiene es la de su mascota, un perro al que ni siquiera puede sacar a la calle porque le faltan las fuerzas. A cambio, la joven se compromete a no dejar sus estudios, al menos momentáneamente, y a seguir con el cuidado de su padre los fines de semana. Isabel ve a su exmarido como un desconocido y cuando comienza a visitarlo se reavivan resentimientos de un pasado que creía superado.

Sin embargo, el personaje de la mujer sufrirá una radical transformación a medida que pasan las semanas y va acompañando a Ramón en su momentos más frágiles y vulnerables. Isabel logrará ver con ojos nuevos al padre de su hija, desplazando el fracaso matrimonial que vivieron en el pasado para centrarse plenamente en vivir lo que acontece en el momento presente. Tal evolución redime también una relación, la de la madre y la hija, que empezaba a agrietarse. “¿No me vas a preguntar cómo está papá?”. Es la interpelación repetida de la joven a su madre sin un fin reprobatorio, sino dirigido a facilitar la necesaria autorreflexión que conduce a un mayor autoconocimiento y ensancha la conciencia. Lentamente, también Ramón modifica su actitud hacia la que fue su esposa y rompe el cerco de inmunidad, la distancia y el aislamiento que creía que lo protegía y garantizaba su control. Ambos aprenden a ver no aquello que les ha separado, sino lo que todavía son capaces de compartir.

Pese a su juventud, es Madalen quien enseña a su madre a intuir lo que de verdad necesita Ramón: amor y cercanía. Padre e hija disfrutan de cosas sencillas como ver una película abrazados en el sofá, reviven a través de las fotografías familiares anécdotas y momentos dulces y, en los días con menos energía, encuentran en la lectura de Platero y yo la mejor de las medicinas.

La dignidad y el carácter sagrado de la vida

La película pone el acento en el acompañamiento amoroso de la familia y los instantes de felicidad compartidos, pese a la tristeza ante la inminencia de la pérdida. Pero también subraya el sostén primordial y profundamente humano de los cuidados paliativos. Un médico y dos enfermeras acuden diariamente a casa de Ramón para facilitarle todo aquello que necesita que, en la mayoría de las ocasiones, es más espiritual que físico.  “¿Cómo lo llevas? ¿Qué te asusta o te preocupa?”, le pregunta el médico. Ramón responde: “Sólo me duele que mi entorno sufra y no ver crecer a mi hija ni las cosas bonitas que le van a pasar seguro”. Con una empatía y una calidez extraordinarias, el doctor trata de disipar ciertos temores sobre el dolor y la cercanía de la muerte. En efecto, no puede asegurarle el tiempo de vida que le queda, pero sí le aporta serenidad y una perla de sabiduría: “este momento no te lo quita nadie”. Incluso hay una penetrante reflexión del médico sobre la pérdida de los rituales en la muerte, el menoscabo de la cohesión de la comunidad y la desorientación de la persona que merecen la mirada y la escucha atentas del espectador.

Por otra parte, el título del film alude a esos instantes de esplendor y de felicidad genuina que se abren paso, incluso en medio del dolor. Son soplos que bombean la vida con una fuerza inusitada cuando no se mira la muerte con miedo y se ponen en valor otros aspectos relacionados con el amor y el tiempo compartido con los seres queridos. En ese caso, el final confiere pleno sentido a lo vivido. Uno de los momentos más vibrantes del film que conmueve y acaricia el alma del espectador tiene que ver con esos destellos de belleza a los que remite el film. La hija y el padre bailan la copla “A tu vera” fundiéndose en una ternura que trasciende el tiempo y el espacio.

Pilar Palomero deja que la película se adapte al ritmo lento que dicta el corazón. Su rectitud ética se expresa desde los encuadres y las imágenes seleccionadas hasta en los escasos diálogos que convierten al espectador en testigo de la evolución de los personajes. Lo importante son los gestos y, sobre todo, los silencios, más elocuentes que las palabras en los momentos íntimos. La cineasta explora el final de la vida con empatía, bondad y sencillez. Sin caer en la tentación de hacer concesiones al exhibicionismo o a la curiosidad morbosa.


Cabe señalar que esta película de Pilar Palomero puede ser considerada como antitética a la loa a la eutanasia de Pedro Almodóvar en su último film La habitación de al lado. Frente a la tecnificación de la muerte, las lógicas autorreferenciales, el mito de la autonomía y los discursos sobre la disponibilidad del cuerpo, la directora española invita a la humanización de la muerte. En este contexto, relaciona los cuidados paliativos con un mayor respeto a la dignidad de la persona y al carácter sagrado de la existencia que exige atender todas las dimensiones del ser humano.

La trampa de la “muerte digna”

En España, se aprovechó la pandemia para impulsar la legislación sobre la eutanasia, recurriendo al eufemismo del derecho a una “muerte digna”. Sin embargo, esto no es más que la expresión dramática de una antropología reduccionista, una cosificación, una despersonalización y un materialismo creciente ligado a visiones irracionales de la vida basadas en la ausencia de sufrimiento y un bienestar permanente. Desde esta óptica, se niega a la vida humana su valor intrínseco al hacer depender la dignidad de ésta de determinadas condiciones de salud física, psíquica, e incluso económica. Y, por esta regla de tres, cuando se sufre una enfermedad irreversible y la calidad de vida parece mermada, lo que impera es que no debe prolongarse más. En consecuencia, los enfermos acaban adquiriendo la idea de que son una carga para sus seres queridos y que cuanto antes se quiten de en medio, mejor. Pero, ni hay vidas más valiosas que otras ni hay muertes más dignas o indignas, porque la dignidad pertenece a la persona por el hecho de serlo y, desde luego, es imposible pasar por esta vida sin experimentar dolor en algún momento.

La propaganda a favor de la eutanasia y del suicidio asistido ha tenido, además, un impacto negativo y un efecto distorsionador sobre los cuidados paliativos. Estos se relacionan por parte de algunos, de manera interesada, con falsas ideas y conceptos como el ensañamiento terapéutico y la prolongación de forma artificial de la vida, empleando todos los medios posibles sean proporcionados o no.

Por todas las contradicciones señaladas, una película como Los destellos tiene tanto valor. No solo por el coraje de la directora, Pilar Palomero, que se atreve a ir a contracorriente de modas e ideologías, sino también por buscar y ofrecer verdad. Y, sobre todo, por reivindicar la mejor versión de los seres humanos que es cuidar con toda el alma los unos de los otros.  Domingo Moratalla nos enseña la importancia de tener muy presente que cuidar requiere ensanchar los horizontes de la responsabilidad personal y afrontar inercias como el individualismo, la indiferencia o la desvinculación con el prójimo[1]. Frente a la cultura de la muerte, el film de esta cineasta contrapone la cultura del cuidado que cohesiona la sociedad e ilumina como dones la fragilidad y la dependencia que están en la base de nuestra empatía y, en definitiva, nos encarnan.

Amparo Aygües – Master Universitario en Bioética por la Universidad Católica de Valencia – Miembro del Observatorio de Bioética – Universidad Católica de Valencia

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[1] Domingo Moratalla, A. (2022) Homo curans. El coraje de cuidar. Madrid: Ediciones Encuentro.

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