Nació en Potenza el 4 de enero de 1651. Era hijo de Lelio Lavagna y Catalina Pica, y debió darles multitud de satisfacciones en su infancia y adolescencia por su candor e inocencia evangélicas. El 4 de octubre de 1666, a la edad de 15 años, tomó el hábito religioso de los Hermanos Menores Conventuales de Nocera dei Pagani. Luego inició estudios eclesiásticos, formándose en Aversa, Madaloni, Benevento y Amalfi, lugar donde fue ordenado sacerdote. Su director era Domingo Giurardelli de Muro Lucano, quien ya percibiría la docilidad y mansedumbre de Buenaventura, cuya obediencia era ciertamente proverbial. Una vez, después de costosísimo trabajo, logró extraer la llave de la bodega que se había caído en el interior de un pozo, en obediencia a la indicación recibida de su superior.
Su estancia en Amalfi, ocho fecundos años de su vida, pusieron de relieve las virtudes de las que estaba adornado. Eso sí, tuvo que luchar contra tendencias que pugnaban por dominarle, una de las cuales era su fuerte temperamento fácilmente inclinado a la ira. El camino para doblegar esta tendencia no fue fácil, pero era conocedor de la consigna que Cristo da a sus discípulos: negarse a uno mismo. Por eso, aunque un volcán de sentimientos inundaba su ser cuando era objeto de injusticias, reproches e injurias, instándole a protegerse de ellos, no claudicó. Con la inalterable fidelidad a Cristo, su férrea voluntad, y la gracia divina, su carácter indómito se trocó en un dechado de paciencia y dulzura.
La oración y la mortificación, en la que incluía los viernes la flagelación en memoria de la Pasión del Redentor, y una vida de austeridad y pobreza, marcaron su día a día. Era un apóstol incansable que iba de casa en casa, si hacía falta, para llegar al corazón de los pecadores. Fue un gran confesor al que acudían incontables penitentes, por eso permanecía en el confesionario jornadas enteras. Profesaba una gran devoción a María, a la que se encomendaba; ya la concebía como Inmaculada, aunque el dogma que iba a corroborar esta gracia aún no había sido proclamado. Y ese amor lo infundía a su derredor enseñando a los fieles a tener confianza en Ella. Al respecto, sentía profunda admiración por Duns Scoto, en cuyo lugar de defensor de la Madre de Dios hubiera querido estar. No sintió inclinación alguna hacia misiones de responsabilidad. Declinó ser guardián en varias ocasiones, pero en 1703 lo designaron maestro de novicios destinándolo a Nocera di Pagani donde desempeñó esta labor durante cuatro años.
En 1707 se hallaba en Santo Spirito de Nápoles y tenía una salud ya resquebrajada. Siempre sintió especial dilección por los enfermos a los que consolaba y asistía llevado de su compasión y piedad, aunque el mismo trato dispensaba a los que sufrían por las razones que fuese. En esta época socorrió a los enfermos de cólera afectados en la epidemia de Vomero. En enero de 1710 un nuevo traslado lo condujo al convento de Ravello donde se le encomendó la dirección de los monasterios de Santa Clara y de San Cataldo. A lo largo de su existencia fue agraciado con muchos dones y carismas. Incluso mucho tiempo después de su muerte—que se produjo en Ravello el 26 de octubre de 1711, tras una semana de enfermedad— fue objeto de un hecho prodigioso según narran las crónicas. Al parecer, cuando se disponían a extraer algo de sangre de su brazo, el vicario general se situó junto al féretro ordenando que lo sacara. Al ver que no se producía movimiento alguno, encomendó al Padre guardián: «¡Padre, mandadle por santa obediencia que saque el brazo!», y post mortem, obedeció. Este episodio fue posteriormente analizado por un grupo de bolandistas que concluyeron sugiriendo la posibilidad que el beato aún podría haber estado vivo. También se afirma que una vez fallecido su cuerpo fue expuesto ante el altar del Santísimo Sacramento y se inclinó adorándolo.
Sean ciertos estos hechos o formen parte de la leyenda, lo importante fue que Buenaventura vivió abrazado a la cruz de Cristo asumiendo su particular martirio cotidiano por amor a Él y al prójimo. Y de eso hay constancia plena. Fue beatificado por Pío VI el 26 de noviembre de 1775.
© Isabel Orellana Vilches, 2024
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