Devociones eucarísticas y espiritualidad popular

Simposio Teológico Congreso Eucarístico Internacional “Fraternidad para sanar el mundo”

El Papa Francisco ha querido convocar el 53 Congreso Eucarístico Internacional guiado por el tema “Fraternidad para sanar el mundo”. Previo a este gran acontecimiento eclesial nos reunimos en un simposio teológico para profundizar en el significado de esta expresión. Sin embargo, como nos dice el “Documento base”:

“Damos gracias a Dios porque este Congreso Eucarístico tendrá lugar en medio de las dos asambleas generales del sínodo de los obispos en el Vaticano (octubre 2023 – octubre 2024), lo que vemos como un signo profético del banquete eucarístico en cuanto centro y máxima expresión de sinodalidad”.[1]

En otras palabras, nuestra reflexión se encuentra en una circunstancia eclesial que no podemos obviar. Tanto el Congreso Eucarístico Internacional como el Simposio teológico que lo precede, se encuentran inmersos en un proceso de largo aliento. La renovación de la Iglesia, conforme al Concilio Vaticano II, no es privilegio de unos cuantos en la Santa Sede o en alguna Universidad Pontificia, sino responsabilidad compartida de todos a través del tiempo. En este camino, la reflexión teológica tiene un papel singular: servir de momento reflexivo y crítico de la experiencia comunitaria de la fe vivida. En otras palabras, la fe, antes que encontrarla en una definición solemne, antes que hallarla en un libro, antes que incursionar académicamente en su contenido, es la experiencia de un pueblo en movimiento que ha sido convocado por el Espíritu, y que requiere ex – presarse, es decir, dejar salir aquello que estaba contenido, y que anhelaba manifestarse. Ya el Catecismo de la Iglesia Católica nos recordaba:

«Creer» es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe.[2]

Comenzar de este modo, recordando algo tan elemental, nos corrige a todos. La fe no es una experiencia “de vida privada”, meramente individual. La fe es un don que está construido de una manera muy especial al interior de nuestro “yo”. Descubrimos la certeza de la fe, gracias al “nosotros”, es decir, gracias a la comunidad que nos precede. Y de este modo, en el “nosotros” eclesial nuestro “yo” se reconoce miembro de un acontecimiento que lo supera: Dios, que es comunión de Personas entra en la Historia, se hace nuestro Hermano, y nos convoca a vivir como “Pueblo de Dios”, es decir, como portadores de un Misterio de fraternidad que a su vez está llamado a convocar a la unidad a todo el género humano.[3]

Esta experiencia provoca todo nuestro ser, incluyendo a la razón. Cuando la razón busca el significado de estas certezas y cuando el contenido de estas certezas reclama a la razón surge la teología como aproximación sapiencial al Dios que se revela.[4] Así las cosas, la teología no es lo primario, sino que se constituye como un momento reflexivo, crítico y en cierto modo contextual, es decir, es un cierto “regresar”, un cierto “preguntar” y un cierto “advertir” que nos permite aproximarnos al significado de lo que desde antes ya es una experiencia que nos rebasa.

Entendiendo así la teología, no resulta artificial el formular el tema que nos han solicitado del siguiente modo: “Devociones eucarísticas y religiosidad popular: una reflexión en tiempos de sinodalidad”.

Dicho de otro modo: ¿Cómo hay que pensar las devociones eucarísticas y la religiosidad popular desde la reforma sinodal de la Iglesia? ¿Qué luz arroja la eclesiología del Concilio Vaticano II al momento de encuadrar las devociones eucarísticas y la religiosidad popular? ¿Deberemos de seguir viendo a la religiosidad popular como una cierta “minoría de edad en la fe”?

El Misterio de la Iglesia se manifiesta en su fundación

Primero que nada necesitamos esclarecer brevemente qué es la Iglesia y para ello es útil tratar de comprender su fundación. Durante algún tiempo algunos se sintieron seducidos por la idea de Alfred Loisy sobre la “invención” de la Iglesia por parte de la comunidad post-pascual. La frase “Jesús anunció el Reino de Dios y lo que vino fue la Iglesia”, se hizo popular.[5] Esta expresión había sido precedida por toda una atmósfera creada por la exégesis protestante que intentaba mostrar que la Iglesia surgió como fruto de la fe de los discípulos tras la Resurrección o como alternativa ante el fracaso del proyecto mesíanico de Jesús. En nuestra opinión, la cuestión es amplia y compleja y no se puede resolver en unas cuantas líneas. De hecho, el Concilio Vaticano II si bien es cierto que afirma que: “el misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación”,[6] no ha sido prolijo al hablar sobre la forma cómo la Iglesia ha sido fundada. Existen solamente tres textos que mencionan la cuestión de manera más bien breve. Destaco uno de ellos, procedente de la Gaudium et Sps, que es desde mi punto de vista el fundamental, y desde el cual es posible descubrir una pista importante:

Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrenta que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios…[7]

Esto quiere decir que si bien es cierto que la Iglesia está configurada como un fenómeno humano y social, no puede entenderse más que enraizada en el misterio de Dios, Uno y Trino. Dios, en su Misterio, origina y constituye a la Iglesia en todo momento. Si deseamos buscar un acto puntual, de naturaleza jurídica, con el que Jesús funda la Iglesia no lo vamos a encontrar. Precisamente esta ausencia es la que invita a algunos a pensar que la “eclesiogénesis” se da en la comunidad cristiana convocada por el Espíritu como respuesta a la Resurrección. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, la cuestión es un tanto más sutil.  Al que aquí escribe mucho le ha ayudado advertir que el nuevo Pueblo de Dios es irreductible a una institución meramente humana como una asociación civil o una comunidad política. La irreductibilidad de la Iglesia es preciso verificarla de manera personal a través de la inmersión en una comunidad de discipulado cuidando los aspectos metodológicos que permitan abrirse a la posibilidad de que la Resurrección justamente se verifique, en algún grado, en ella.[8]  Sin esta inmersión personal, sin esta pertenencia, se puede estudiar a la Iglesia extrínsecamente, pero, no se lo comprenderá en su especificidad característica.

Por supuesto, también ayuda escudriñar con atención la Palabra de Dios y descubrir que la Iglesia está prefigurada desde el origen del mundo, preparada en la historia del Pueblo de Israel e instituida por Jesucristo a través de sus hechos y palabras: Jesucristo revela al Padre, anuncia el Reino, llama a los doce, confiere un ministerio especial a Pedro, realiza su propio Bautismo en el Jordán, celebra la última cena con sus discípulos, etcétera.

Ahora bien, san Pablo reconoce en la asamblea de los cristianos la Ekklesía de Dios. Un conjunto de personas de las más diversas procedencias se reconocen una realidad nueva gracias al Bautismo. El Bautismo es una vinculación inmediata con Jesucristo. Como bautizados entramos con Cristo en la nueva creación (cf. 2Cor 5,17). En Gálatas 3, 26-28 san Pablo afirma:

“De hecho, todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, porque quienes fueron bautizados en Cristo, de Cristo han sido revestidos. Por tanto, ya no hay distinción entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús.”

La Trinidad en la Historia

Esto último es importante: todos somos uno en Cristo. La Ekklesía es la dimensión visible de “ser en Cristo”. Por eso no nos debe extrañar que la imagen de la Iglesia “cuerpo de Cristo” se relacione estrechamente con el “ser uno en Cristo”. Jesucristo hace de la Iglesia su Cuerpo, no a través de una nueva unión hipostática sino por el don de su Espíritu. En otras palabras: la predicación y los hechos de Jesús, Hijo de Dios enviado por el Padre, instituyen la Iglesia. La efusión del Espíritu la constituye.[9] Padre, Hijo y Espíritu están presentes en la Iglesia que es como una “misteriosa extensión de la Trinidad en el tiempo, que no solo nos prepara para la vida unitiva, sino que nos hace participar ya de ella”.[10]

El resultado de esta inmersión de la Trinidad en la Historia es un acontecimiento, una realidad imprevista e inderivable: existe una comunidad sociológicamente identificable en la que habita un Misterio que la sostiene. Este “sostener” no brota de la coherencia ética de la comunidad sino de la gratuidad inmerecida de un verdadero acto redentor que nos excede, es decir, de un perdón incondicional que reconstruye la vida desde arriba y le ofrece un nuevo horizonte de libertad.

Dentro de los muchos elementos que es preciso considerar para no fracturar la relación entre Jesucristo y la Iglesia, y para comprender que es la Trinidad toda la que está involucrada en el ser eclesial, en mi opinión, conviene destacar un detalle del evangelio de san Juan que no aparece en los otros relatos evangélicos. Este detalle fue explorado por los Padres de la Iglesia y es parte del patrimonio sapiencial de la propia Iglesia: en los momentos finales de la Pasión, el corazón de Jesús es traspasado por una lanza. “Al instante salió sangre y agua” (cf. Jn 19,34), nos dice san Juan. El hecho empírico de la sangre hace caer por tierra cualquier manera formal o abstracta de concebir el cristianismo. El docetismo queda vencido de una vez y para siempre. Jesucristo murió verdaderamente, de igual modo como había nacido verdaderamente y como resucitó verdaderamente (cf. Jn 20, 24.27). Así mismo, del costado de Jesucristo brota agua para saciar la sed del nuevo Pueblo de Dios y darle vida. Por ello, la Iglesia nace del costado de Cristo a través de la sangre derramada por muchos (Eucaristía) y del agua que nos da vida eterna (Bautismo).[11]

¿Por qué es importante señalar esto? Primero que nada porque, por un lado, aún subsiste en algunos ambientes una comprensión principalmente jurídica de la Iglesia a la que se le indigesta pensar más eclesiológicamente. Así mismo, es relativamente fácil hablar de la Iglesia como “communio” y/o como “Pueblo de Dios” sin mencionar su fundamento Trinitario. Una “communio” sin fundamento en la Trinidad puede ser una bella amistad pero le faltaría la dinámica del amor de las Personas divinas que se participa en la modestia del frágil “nosotros” eclesial. Por otra parte, también es fácil afirmar que la Iglesia se funda en el bautismo, sin insistir en la Eucaristía o viceversa. Acentuar el bautismo puede generar simpatías en el mundo protestante mientras que subrayar la Eucaristía puede acentuar el papel del ministerio ordenado, eclipsando – como tantas veces ha sucedido – el papel fundamental del sacerdocio común. En realidad, ambos, Bautismo y Eucaristía, son aspectos estructurantes de la “eclesiogénesis” y no sólo sacramentos que la Iglesia “hace”.

La Iglesia, en el fondo, es un misterio en el que todos estos elementos están integrados. La Iglesia se remite a Jesucristo en su origen, en la institución de los sacramentos y de los ministerios. El Espíritu Santo, por su parte, merece ser reconocido, entre otras cosas, en toda la actividad carismática – ¡que es enorme! –, en la asistencia indefectible a la Iglesia, al Papa y a los concilios. De esta manera, la Iglesia se renovará siempre desde y por la Eucaristía, y, en este sentido, posee fundamento cristológico. Por su parte, la Pneumatología aportará a la Eclesiología la importante dimensión de “comunión”.

La Eucaristía hace a la Iglesia y la Iglesia hace a la Eucaristía

¿Cómo se establece, entonces, la relación entre el cuerpo de Cristo y la comunidad eclesial? ¿Realmente podemos afirmar que “Ecclesia de Eucharistia vivit?” San Pablo establece, a través de la cena del Señor, una estrecha conexión entre el cuerpo de Jesucristo que “por nosotros” ha colgado en la cruz y la comunidad eclesial descrita en términos de “cuerpo de Cristo”. Dentro de los diversos textos paulinos que pueden ayudarnos a apreciar esto, destaco uno de la I carta a los Corintios:

“La copa de bendición, ¿acaso no la bendecimos para entrar en la comunión (koinonía) con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿acaso no lo hacemos para entrar en comunión (koinonía) con el cuerpo de Cristo? Porque si uno solo es el pan y todos participamos de ese único pan, aunque somos muchos, todos formamos un solo cuerpo”. (1 Cor 10,16-17).

La cena del Señor queda asociada a la idea de Iglesia. “Koinonía” significa comunión y participación en un único pan que determina a la Iglesia como cuerpo de Cristo. La Iglesia, de este modo, es una asamblea. Sin embargo, es una asamblea que está llamada a hacer unidad, sin excluir. Ya San Pablo denunció en su momento las formas perversas de celebración eucarística en las que se privilegia a unos dejando fuera a otros (cf. 1Cor 11,17-34). Dicho de otro modo, celebrar la Eucaristía por supuesto que significa consagrar las especies del pan y del vino, ¡implica el memorial de la muerte y Resurrección de Jesucristo! Sin embargo, celebrar la Eucaristía también significa que como Iglesia estamos llamados a vivir la más grande unidad en la caridad.

En otras palabras, desde mi punto de vista, en ocasiones se ha presentado un debilitamiento del vínculo entre la Eucaristía y la Iglesia y un desarrollo de la piedad eucarística centrada unilaterlamente en la Presencia real, a pesar de que Santo Tomás de Aquino afirma claramente con respecto a la Eucaristía que “la realidad (res) de este sacramento es la unidad del cuerpo místico”.[12] Esto quiere decir que la Eucaristía, que es verdadera presencia real-sustancial de Jesucristo, se refiere también a la unidad que todos estamos llamados a vivir en la Iglesia.

De esta manera podemos anotar que es verdad que la Eucaristía hace a la Iglesia pero también que la Iglesia hace a la Eucaristía. Esta circularidad no nos debe de perturbar. La unicidad del Cuerpo Eucarístico del Señor implica la unicidad del su Cuerpo místico. Eucaristía e Iglesia son formas de presencia sacramental de Cristo en la historia. Ambas, de-penden, es decir “penden-del” sacrificio de Jesucristo en la Cruz, que es el acontecimiento que tiene prioridad ontológica absoluta. Gracias a que El nos amó primero, gracias a que Jesucristo nos precede, podemos reconocer a la Eucartistía al interior de la circularidad mencionada como fenómeno causal primario.[13] Y, sin embargo, la Eucaristía, insisto, no sólo es presencia real de Jesucristo sino fuente de la mutua interrelación de todos los miembros de la Iglesia y de su peculiar unidad.

Sinodalidad como “reciprocidad necesaria”

La unidad proviene del único pan compartido y de la común dignidad bautismal que se realiza por medio de relaciones de servicio mutuo. San Pablo es clarísimo a este respecto:

“Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros,” (Rm 12,4-5).

Ahora bien, el servicio ministerial no sólo es complementario sino principalmente recíproco. San Juan Crisóstomo parece advertir la “reciprocidad” de cada identidad ministerial al interior de la Iglesia:

“¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo”.[14]

Pero la Constitución Lumen gentium va más lejos. La reciprocidad de cada miembro de la Iglesia es necesaria:

“Aún cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad. (…) De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo”.[15]

Es maravilloso captar la frescura y sencillez de este potente texto. No cabe exclusión alguna en la Iglesia, porque cada christifideles necesita del otro para realizar su propia vocación. Este tejido relacional, esta “recíproca necesidad”, constituye la identidad de cada ministerio. Dicho de otro modo: cada fiel cristiano está definido al interior del único Cuerpo de Cristo por el servicio que presta a los demás.

En la celebración de la Eucaristía esto es especialmente evidente:

“El sacramento de la Eucaristía es, en efecto, el lugar por excelencia de la Nueva Alianza entre la Trinidad y la humanidad, el lugar del admirable intercambio entre la ofrenda del Hijo de Dios pro nobis, mediante la cual lleva consigo a toda la humanidad al Padre; ofrenda que el Padre acepta y a la que responde derramando en abundancia el Espíritu de Amor en la comunión eucarística. Ésta, edifica entonces la communio sanctorum en la comunidad eclesial reunida. En síntesis, a través de la mediación de los ministros que realizan el sacramento y a través de la ofrenda de los bautizados que se unen y participan en la Ofrenda de Cristo, la Iglesia está constituida en su realidad sacramental de Cuerpo de Cristo que procede del Cuerpo eucarístico, así como en su identidad de Esposa del Señor que vive de la acogida permanente en su seno de la fecundidad del Esposo divino-humano”.[16]

De esta manera, en la Iglesia, cada uno de nosotros es un christifideles, y eso el lo fundamental. Las diversificaciones ministeriales que posteriormente puedan advenir son parte del camino vocacional de cada persona que ayuda a construir el cuerpo de Cristo: ministerios que se construyen desde una realidad que es anterior y que debe ser considerada como la más decisiva. Esta es la experiencia de la comunidad cristiana primitiva que el Concilio Vaticano II ha repropuesto en Lumen gentium. La diversidad de los miembros de la Iglesia – obispos, presbíteros, laicos, consagrados – no sólo expresa pluralidad de historias y vocaciones sino la relacionalidad dinámica que co-constituye la identidad de cada uno y de todos. Por esta razón, la expresión “recíproca necesidad”, está llamada, en mi opinión, a abrir la perspectiva propiamente sinodal, es decir, de comunión dinámica, en la que no sólo “caminamos juntos”, sino que a través de cada uno con la misma dignidad, la Iglesia se manifiesta en un tipo de unidad que trasciende lo meramente jerárquico y que privilegia la importancia del sacerdocio común de todos los fieles.

Rafael Luciani agudamente apunta:

“La relación que existe entre los fieles no es utilitarista ni funcional, sino constitutiva y constituyente, es decir, reconfiguradora de sus identidades y modos relacionales (…) Por ello, cada uno, suo modo et pro sua parte (LG 31), se da al otro para poder ser, haciendo posible que el otro sea.”[17]

Esto conlleva que la Iglesia concebida prioritariamente como una estructura jerárquica, que se articula de arriba abajo, resulte una figura deficiente a la luz de la experiencia de la Iglesia en tiempos apostólicos o a la luz de la eclesiología del Concilio Vaticano II.[18] Todos somos christifideles: desde el Papa hasta el bebé bautizado más reciente. Todos gozamos de la misma dignidad. Todos somos corresponsables. Es a la luz de la noción del “Pueblo de Dios” que debemos interpretar la dimensión jerárquica de la Iglesia y el ministerio ordenado, no viceversa. Más aún, es la luz de la noción de “Pueblo de Dios” la que nos permite reconsiderar también las devociones eucarísticas y la religiosidad popular con un nuevo matiz.

Breve historia de las devociones eucarísticas

Las devociones eucarísticas tienen una larga historia en la Iglesia.[19] Miremos brevemente cómo fueron emergiendo. Durante los primeros siglos, en el marco de diversas persecusiones, y al no existir templos, las especies eucarísticas se conservan en privado para ser distribuidas entre los enfermos, los presos y quienes no han podido asistir a la cena del Señor. En cuanto las persecusiones se atenuaron, la reserva de las especies eucarísticas va adoptando formas cada vez más solemnes. Hacia el siglo V las especies son llevadas a un “sacrarium” y en el siglo VI se manda que el lugar sea eminente, honesto y posea una lámpara permanentemente encendida. Estas y otras medidas son principalmente para expresar veneración y fe en la presencia real. Sin embargo, aún no hay culto a la Presencia real.

Dentro de la misa, en esa misma época, los fieles realizan diversas inclinaciones y postraciones. Posteriormente, en la liturgia eucarística se extenderá la costumbre de los cistercienses de elevar la hostia y el cáliz después de la consagración, suscitando adoración interior y exterior entre los fieles. En los siglos IX y XI diversos movimientos heréticos que negaban la presencia real obligarán a la Iglesia a reforzar la doctrina sobre la presencia de Cristo en alma y cuerpo, como hombre y como Dios, en la Eucaristía. En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de Canterbury, establecerá una procesión con el Santísimo en el domingo de Ramos. En ese mismo siglo, durante las controversias con Berengario, en algunos monasterios benedictinos se presenta la costumbre de hacer genuflexión ante el Santísimo Sacramento y de incensarlo. De hecho, la devoción individual de ir a orar ante el sagrario tiene un precedente histórico en el “monumento” del Jueves Santo a partir del siglo XI,

San Francisco de Asís, santa Clara y santa Juliana de Mont-Cornillon promoveran la vida devota frente al sagrario. Esta última santa, además, recibirá la inspiración para que exista una fiesta sobre el cuerpo y la sangre de Cristo. El Papa Urbano IV aprobará eventualmente la fiesta para toda la Iglesia, sin embargo, al comienzo habrá un relativa oposición. Será hasta el siglo XIV que tanto las diócesis como las órdenes acogerán la celebración en toda la Iglesia.

La celebración del Corpus implica ya en el siglo XIII una procesión solemne, en la que se realiza una exposición ambulante del Sacramento. Y de ella van derivando otras procesiones con el Santísimo, por ejemplo, para bendecir los campos, para realizar determinadas rogativas, etc. Por otra parte, «esta presencia palpable, visible, de Dios, esta inmediatez de su presencia, objeto singular de adoración, produjo un impacto muy notable en la mentalidad cristiana occidental e introdujo nuevas formas de piedad, exigiendo rituales nuevos y creando la literatura piadosa correspondiente. En el siglo XIV se practicaba ya la exposición solemne y se bendecía con el Santísimo. Es el tiempo en que se crearon los altares y las capillas del santísimo Sacramento.

Las exposiciones mayores se van implantando en el siglo XV. Al principio, colocado sobre el altar el Sacramento, es adorado en silencio. Poco a poco va desarrollándose un ritual de estas adoraciones, con cantos propios, que unen la devoción eucarística con la mariana. La exposición del Santísimo recibe una acogida popular tan entusiasta que ya hacia 1500 muchas iglesias la practican todos los domingos, normalmente después del rezo de las vísperas. La costumbre, y también la mayoría de los rituales, prescribe arrodillarse en la presencia del Santísimo. En los comienzos, el Santísimo se mantenía velado tanto en las procesiones como en las exposiciones eucarísticas. Pero la costumbre y la disciplina de la Iglesia van disponiendo ya en el siglo XIV la exposición del cuerpo de Cristo «in cristallo» o «in pixide cristalina».

Así mismo, nacen las Cofradías del Santísimo Sacramento, algunas de las cuales se desarrollan antes que la festividad del Corpus Christi. La de los Penitentes grises, en Avignon se inicia en 1226, con el fin de reparar los sacrilegios de los albigenses. Con divesos nombres y modalidades las Cofradías Eucarísticas se extienden en el siglo XIII por la mayor parte de Europa. Estas Cofradías aseguran la adoración eucarística, la reparación por las ofensas y desprecios contra el Sacramento, el acompañamiento del Santísimo cuando es llevado a los enfermos o en procesión, el cuidado de los altares y capillas del Santísimo.

En el siglo XVI, las hermandades centradas en la Eucaristía, influirán grandemente en el  pueblo cristiano. Algunas, como la Compañía del Santísimo Sacramento, fundada en París en 1630, llegaron a formar escuelas completas de vida espiritual para los laicos. En los siglos posteriores asociaciones y obras eucarísticas se multiplican: la Guardia de Honor, la Hora Santa, los Jueves sacerdotales, la Cruzada eucarística o la Adoración nocturna. Así mismo, surgirán muy diversas comunidades de vida consagrada dedicadas principal o parcialmente a la adoración.

El culto a la Eucaristía fuera de la Misa llega, en fin, a integrar la piedad común del pueblo cristiano. Muchos fieles practican diariamente la visita al Santísimo. En las parroquias, con el rosario, viene a ser común la Hora santa, la exposición del Santísimo diaria o semanal, por ejemplo, en los Jueves eucarísticos. En algunas diócesis se promueven las capillas de adoración perpetua y los templos expiatorios en los que la exposición del Santísimo es cotidiana. Además, el arraigo devocional de las visitas al Santísimo puede comprobarse por la abundantísima literatura piadosa que genera.

No podemos dejar de mencionar que hacia finales del siglo XIX, por iniciativa de Emile Tamisier, surgen los Congresos Eucarísticos, que ya sea a nivel nacional, regional o internacional, son experiencias de promoción de la devoción eucarística, particularmente importantes. En el siglo XX, san Pío X será recordado porque concedió indulgencias a quien mire piadosamente la hostia elevada, diciendo “Señor mío y Dios mío”.

El reto evangelizador y catequético en torno a las devociones eucarísticas

Este breve recuento no tiene otro objeto que mostrar que las devociones eucarísticas han acompañado la vida de la Iglesia desde hace muchos siglos. El  Pueblo de Dios las ha abrazado y promovido, y en muchas ocasiones acompañan otras prácticas de religiosidad popular como peregrinaciones o visitas a santuarios.


No es excesivo reconocer que en ocasiones las devociones eucarísticas parecen no estar vinculadas a la dimensión comunional de la vida cristiana. Sin embargo, en regiones como América Latina, esto es compensado con otros factores que hacen de estas devociones un auxilio fuerte para la vida cristiana de muchos fieles e incluso para el descubrimiento de la dimensión comunitaria de la fe. ¡Cuantas personas nos descubrimos “Pueblo”, verdadero “Pueblo de Dios”, por ejemplo, al caminar durante muchos días en una peregrinación a un Santuario!

Por supuesto, el reto evangelizador y catequético será siempre promover en la piedad eucarística fuera de la misa, una visión que englobe la comunión eucarística y eclesial, en simultáneo. Por otra parte, este reto es también verdadero para la Santa Misa que en algunos lugares puede tornarse increíblemente en una práctica ritual sin los suficientes referentes eclesiales. Pienso de inmediato en la reciente intervención del cardenal Christophe Pierre, Nuncio apostólico en los Estados Unidos, en el último Congreso Eucarístico Nacional en aquel país:

“El poder de Dios viene a nosotros en la Eucaristía. Pero no podemos ser agentes del poder de Dios si insistimos en ver lo mismo, pensando lo mismo, y controlando los dones de Dios. Esto es lo peor. Pretendemos ser los dueños del juego. Tenemos que dejarnos poseer por el Espíritu de Dios, e ir adonde el Espíritu nos guíe. Seamos sinceros. Nosotros, todos nosotros, tenemos miedo de ir donde el Espíritu nos guía. ¿No es cierto? Quizá éste debería ser el principal fruto del renacimiento eucarístico.” [20]

Estas y otras palabras del cardenal Pierre son una ayuda caritativa a quienes tiene dificultades para vivir en una comunión reconciliada, para quienes prefieren optar por bandos ideológicos, para quienes no abrazan eclesialmente a todos sino solo a algunos,  para quienes buscan experimentar un “reavivamiento eucarístico” pero no lo logran vincular a una más afectiva y efectiva adhesión al Sucesor de Pedro y a la necesidad de que la Iglesia se renueve sinodalmente. Adoración eucarística con partidización en la Iglesia, devoción eucarística sin plena comunión con el Sucesor de Pedro, celebración eucarística pero al margen de la sinodalidad, son experimentos que lastiman la verdadera naturaleza de la Eucaristía. Esto ameritaría mayores explicaciones pero con lo dicho me parece que la idea esencial queda clara.

Así mismo, en época reciente algunas nuevas formas de adoración eucarística en algunos países, al ser realizadas fuera de los templos, parecen conllevar el riesgo de disociar el acto de adoración del resto de la vida litúrgica, cosa que desde hace mucho la Iglesia ha recomendado evitar. Como en todas las experiencias eclesiales nacientes, la necesaria maduración y paciente acompañamiento serán necesarios para que este y cualquier otro riesgo sean debidamente encausados.

Ahora bien, las devociones eucarísticas, en ocasiones se cruzan de manera tácita o explícita con diversas formas de religiosidad popular. Por ello, es preciso ahora hablar sobre la manera cómo la Iglesia ha madurado su comprensión de la religiosidad popular.

De la religiosidad popular la espiritualidad popular

En la Iglesia también ha habido una maduración gradual sobre el significado de la religiosidad popular. No es posible aquí hacer una historia global de esta bella dimensión de la experiencia cristiana. Simplemente quisiera subrayar que es claro que la experiencia de la Iglesia latinoamericana ha sido un factor-clave para la nueva conciencia sobre el papel positivo que poseen las múltiples formas como nuestro pueblo espontáneamente vive la fe. Más aún, me atrevo a decir que esto no está al margen del proceso de renovación sinodal. La forma cómo la eclesiología del Pueblo de Dios ha sido recibida en América Latina después del Concilio ha permitido gradualmente comprender con más sencillez y hondura que Dios, Uno y Trino, nos precede y se nos adelanta tanto a nivel personal como comunitario, generando mociones, impulsos, iniciativas, formas de expresión y de celebración que santifican realmente a las personas y permiten lograr – no sin dificultades – la transmisión intergeneracional de la fe.

El Papa Francisco nos dice a este respecto:

“Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).”[21]

Y añade, en un texto-capital para el tema que nos ocupa:

“La piedad popular es un lugar teológico, es decir, un lugar que con autoridad nos muestra aspectos relevantes de las verdades de la fe. René Laurentin y Hans Urs von Balthasar, cada uno con su lenguaje, ya nos habían enseñado que la vida de la Iglesia, la vida de los fieles y de los santos, son fuente que anuncia la existencia y el mensaje de Jesucristo de una manera peculiar.[22] Esto, trasladado a nuestro contexto, conlleva que quienes viven la experiencia de la piedad popular y se descubren a sí mismos en su interior, se tornan instancias de testificación de la verdad revelada. Dicho de otro modo, la piedad popular no sólo contiene “semillas del Verbo” – como decían los obispos en Medellín (1968) – sino “frutos” del Verbo de Dios en el corazón de las personas y de las comunidades – como reconocimos en Aparecida (2007) –. Por eso es que no es artificial que también hablemos de “espiritualidad popular”, porque es el Espíritu el que santifica también la vida a través de los símbolos, oraciones, cantos y peregrinaciones que marcan la vida de muchos miembros de nuestros pueblos, aún hoy”.

“Las múltiples formas de esta religiosidad en América Latina resisten a las comprensiones secularizantes de la vida social y de la Historia. Esto, es uno de los muchos signos que nos permiten entender que América Latina posee una especificidad propia en su dinámica social y cultural. Especificidad que no puede ser explicada cabalmente desde modelos de interpretación social construidos en otras latitudes. En efecto, las teorías de la secularización y las teologías que de algún modo se inspiraron en ellas, encuentran en la piedad popular un contrapunto que debería ayudarlas a corregirse y a reformularse. En cierta medida, el fracaso pastoral de las formas ideologizadas de teología de la liberación se puede explicar precisamente aquí: el marxismo, para ser verdad, debería correr a la par de un proceso de secularización creciente. Por el contrario, el pueblo pobre latinoamericano, muchas veces vive el dolor y la exclusión desde una experiencia espiritual singular que le da esperanza, y que mueve a la fraternidad y a la lucha por la justicia, sobre todo en momentos de grave urgencia o emergencia.

Esta experiencia espiritual y popular, que incluye peregrinaciones a santuarios, piedad mariana, devoción a diversos santos, oraciones silenciosas ante las pruebas de la vida, y otros muchos gestos espontáneos de nuestro pueblo más sencillo, colabora a la configuración de la conciencia personal y comunitaria. Entiendo bien que a ciertas élites puede resultarles un poco extraña esta constatación. Sin embargo, nada más aleccionador  a este respecto que la pastoral con los más pobres. En la amistad con los pobres, en el servicio cercano y solidario con ellos, se develan verdades peculiares que fortalecen la fe y hacen amar más hondamente a nuestros pueblos y a sus respectivas historias.”[23]

Soy de la opinión, que el Papa Francisco, como Pastor de la Iglesia Universal, hoy recoge el largo camino reflexivo sobre la religiosidad popular en América Latina y, con el debido discernimiento, lo repropone para la Iglesia Universal.

En este proceso, la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano tuvo un papel fundamental. Los obispos decían en este importante documento “la piedad popular es una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros.”[24] El riesgo está en despreciarla, o “considerarla un modo secundario de vida cristiana”.[25] Esta espiritualidad es “una expresión de sabiduría sobrenatural”[26], vivida por gente que tiene muy poco de lo que se conoce como instrucción religiosa, pero “no por eso es menos espiritual, sino que lo es de otro modo”.[27] Porque “la sabiduría del amor no depende directamente de la ilustración de la mente sino de la acción interna de la gracia”.[28]

Dicho de otro modo: la Iglesia como Pueblo de Dios que camina, hoy logra identificar que la acción teologal de Dios rebasa los espacios de celebración litúrgica y se vuelve devoción popular y espiritualidad popular.

Todas las prudentes advertencias sobre la necesidad de evangelizar y catequizar a la experiencia religiosa del pueblo en movimiento seguramente son pertinentes. Lo importante es que no conlleven de manera tácita o explícita una comprensión ilustrada, racionalista, de  la fe, en la que caminar con el pueblo, cantar con él, festejar el evangelio por calles y plazas, o rezar silenciosamente frente a un sagrario, signifique una forma primitiva de acción de Dios en el alma humana, un mero folclorismo o una modalidad inferior de vivir la fe propia de los pobres.

La racionalidad que atraviesa la espiritualidad popular latinoamericana se contradistingue de aquella ilustrada. La ilustración fracturó en muchos lugares la religiosidad de las oligarquías criollas respecto de la experiencia religiosa profunda que se gestaba y se sigue gestando en los segmentos populares, muchos de ellos mestizos e indígenas, de América Latina. Esto devino en un cierto desprecio, en una cierta lejanía, en una cierta prevención de parte de algunas élites que miran con cierta superioridad moral a la religiosidad popular como si fuera una forma rudimentaria, eclectica, poco cristiana, de vivencia de la fe.

Sin embargo, cuando la Iglesia vive experiencias de comunión, participación y misión activas en clave sinodal, la mirada se aclara por la presencia de la fe viva del pueblo que rejuvenece a todos. Es el Pueblo de Dios, especialmente el más humillado y marginado, el que muchas veces hoy nos muestra con sencillez que el Espíritu sopla donde quiere y que la fuerza de la renovación eclesial – propiamente sinodal – se afinca en la maduración de nuestra inmersión en Cristo en el Bautismo y en la  Eucaristía.

De esta manera, devociones eucarísticas y espiritualidad popular, son dos aspectos de la pedagogía purificadora que Dios mismo hoy nos regala para vivir con más hondura el asombro ante el Misterio. Sin este estupor, tal vez propio de los niños, es muy difícil permitir que las cosas cambien en la propia vida, en la vida eclesial y en la vida social.

Sí, devociones eucarísticas y espiritualidad popular son hoy parte del camino que necesitamos redescubrir para apreciar más el significado de la Presencia de Jesucristo en la Eucaristía, en el corazón de una Iglesia sinodal, que está llamada a ser signo creíble de una fraternidad sin fronteras.

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* Doctor en filosofía por la Academia Internacional de Filosofía en el Principado de Liechtenstein; Fundador del Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV, México); miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales; miembro de la Pontificia Academia para la Vida; secretario de la Pontificia Comisión para América Latina. E-mail: [email protected]

[1] 53 Congreso Eucarístico Internacional, Documento base “Fraternidad para sanar al mundo”, Comité Pontificio para los Congresos Eucarísticos Internacionales, Quito 2024, n. 4. (Se citará en adelante, DB).

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 181. (Citaremos CIC).

[3] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, n. 1. (Citaremos, LG).

[4] Cf. San Anselmo, Proslogion, Cap. I: “No busco entender para creer, sino que creo para entender”.

[5] A. Loisy, L’evangelie et l’Eglise, Alphons Picard et fils, Paris 1902, p. 111.

[6] LG, n. 5.

[7] Concilio Vaticano II, Constitución “Gaudium et spes”, n. 40. (Citaremos GS).

[8] Cf. L. Giussani, Por qué la Iglesia, Encuentro, Madrid 2004.

[9] Cf. J. Zizoulas, El ser eclesial, Sígueme, Salamanca 2003, p. 154.

[10] H. De Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Encuentro, Madrid 2022, p. 69.

[11] Entre otros, véase: “He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien, con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado, ambos, del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva.” (San Juan Crisóstomo, Catequesis 3, 13-19: SCh 50, 174-177). Esta misma idea es recogida de manera sintética en la Constitución Sacrosantum Concilium del Concilio Vaticano II, n. 5.

[12] Santo Tomás de Aquino, Sum. Theol. III, q.73, a.3, resp.

[13] Cf. Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 14.

[14] Homilías sobre la 1 Carta a los Corintios, 24, 2: PG 61, 200. El subrayado es nuestro.

[15] LG, n. 32. El subrayado es nuestro.

[16] M. Ouellet, “Comunión y sinodalidad”, intervención para la Pontificia Comisión para América Latina, Asamblea plenaria 24-27 de mayo 2022, p. 6. (promanuscripto).

[17] R. Luciani, “La reconfiguración de las identidades y las relaciones de los sujetos eclesiales en una Iglesia Pueblo de Dios”, Revista de Teología, Tomo LXI,  n. 143, Abril 2024, p.52.

[18] El orden de los capítulos de la Constitución Lumen Gentium es fundamental para comprender esto: El primero ilumina al segundo, el segundo al tercero, y así sucesivamente.

[19] Resumimos algunos elementos históricos sobre las devociones eucarísticas recogidos en: J.M. Iraburu, Adoración eucarística, Fundación Gratis Date, Pamplona 2001.

[20] Ch. Pierre, Discurso ante el Congreso Eucarístico Nacional de los Estados Unidos, Oil Stadium, Indianapolis, Indiana, 17 de julio 2024.

[21] Francisco, Evangelii gaudium, n. 125.

[22] Cf. R. Laurentin, Développement et salut, Seuil, Paris 1969, p.p. 13-14; H. U. von Balthasar, “Teología y santidad”, en Ensayos Teológicos I. Verbum Caro, Ediciones Encuentro – Ediciones Cristiandad, Madrid 2001, p.p. 195-223.

[23] Francisco, “Repensar los caminos de los pueblos y sus culturas”, Prólogo al libro R. Buttiglione, Caminos para una teología del pueblo y de la cultura, Ediciones Universitarias de Valparaíso, Valaparaíso 2022.

[24] Consejo Episcopal Latinoamericano, V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano “Aparecida”, CELAM, Bogotá 2007, n. 264.

[25] Ibidem, n. 263.

[26] Ibidem, n. 263.

[27] Ibidem, n. 263.

[28] Ibidem, n. 263.