«¡Ánimo, no temáis, pueblo papú! ¡Abríos! Abríos a la alegría del Evangelio, abríos al encuentro con Dios»

Santa Misa en el estadio Sir John Guise y Ángelus

Esta mañana, tras abandonar la Nunciatura Apostólica, el Santo Padre Francisco se trasladó en coche al estadio Sir John Guise para la celebración de la Santa Misa.

A su llegada, tras un paseo en carrito de golf entre los aproximadamente 35.000 fieles presentes y después de la ejecución inicial de una danza tradicional, a las 8.10 horas (00.10 hora de Roma), el Papa presidió la Celebración Eucarística en inglés del XXIII Domingo del Tiempo Ordinario. El Pontífice los animó a, “abrirse a Dios, abrirse a los hermanos, abrirse al Evangelio y hacer de él la brújula de nuestra vida”.

Durante la Santa Misa, tras la proclamación del Evangelio, el Santo Padre pronunció la homilía.

Publicamos a continuación la homilía que el Santo Padre pronunció durante la Celebración Eucarística:

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Homilía del Santo Padre

La primera palabra que el Señor nos dirige hoy es: «¡Tened ánimo, no temáis!» (Is 35,4). El profeta Isaías dice esto a todos los que tienen el corazón perdido. Así anima a su pueblo y, aun en medio de las dificultades y el sufrimiento, le invita a mirar hacia arriba, hacia un horizonte de esperanza y de futuro: Dios viene a salvarnos, vendrá y, aquel día, «se abrirán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos» (Is 35,5).

Esta profecía se cumple en Jesús. En el relato de san Marcos se subrayan dos cosas en particular: la lejanía del sordomudo y la cercanía de Jesús. La lejanía del sordomudo. Este hombre se encuentra en una zona geográfica que, en el lenguaje actual, llamaríamos «periferia». El territorio de la Decápolis se encuentra más allá del Jordán, lejos del centro religioso que es Jerusalén. Pero ese sordomudo experimenta también otro tipo de lejanía; está lejos de Dios, está lejos de los hombres porque no puede comunicarse: es sordo y, por tanto, no puede oír a los demás, es mudo y, por tanto, no puede hablar con los demás. Este hombre está apartado del mundo, está aislado, es prisionero de su sordera y de su mudez y, por tanto, no puede abrirse a los demás para comunicarse.

Y así también podemos leer esta condición de sordomudo en otro sentido, porque puede ocurrirnos a nosotros estar aislados de la comunión y de la amistad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas cuando, más que los oídos y la lengua, es el corazón el que está bloqueado. Hay una sordera interior y una mudez de corazón que depende de todo lo que nos encierra en nosotros mismos, nos aleja de Dios, nos aleja de los demás: egoísmo, indiferencia, miedo a correr riesgos y a jugárnosla, resentimiento, odio, y la lista podría seguir. Todo esto nos aleja de Dios, nos aleja de nuestros hermanos, y también de nosotros mismos; y nos aleja de la alegría de vivir.

A este alejamiento, hermanos y hermanas, Dios responde con lo contrario, con la cercanía de Jesús. En su Hijo, Dios quiere mostrar ante todo esto: que Él es el Dios cercano, el Dios compasivo, que se preocupa de nuestras vidas, que supera todas las distancias. Y en el pasaje evangélico, de hecho, vemos a Jesús yendo a esos territorios periféricos, saliendo de Judea al encuentro de los gentiles (cf. Mc 7,31).

Con su cercanía, Jesús cura, sana la mudez y la sordera del hombre: cuando de hecho nos sentimos alejados, o elegimos mantenernos a distancia -a distancia de Dios, a distancia de los hermanos, a distancia de los que son distintos de nosotros-, entonces nos cerramos, nos atrincheramos en nosotros mismos y acabamos girando sólo en torno a nuestro ego, sordos a la Palabra de Dios y al grito del prójimo y, por tanto, incapaces de hablar con Dios y con el prójimo.

Y vosotros, hermanos, que habitáis esta tierra tan lejana, quizá tenéis la imaginación de que estáis separados, separados del Señor, separados de los hombres, y esto no es así, no: ¡estáis unidos, unidos en el Espíritu Santo, unidos en el Señor! Y el Señor os dice a cada uno de vosotros: «¡Abrid!». Esto es lo más importante: abrirnos a Dios, abrirnos a los hermanos, abrirnos al Evangelio y hacer de él la brújula de nuestra vida.

También a vosotros hoy el Señor os dice: «¡Ánimo, no temáis, pueblo papú! ¡Abríos! Abríos a la alegría del Evangelio, abríos al encuentro con Dios, abríos al amor de vuestros hermanos». Que ninguno de nosotros permanezca sordo y mudo ante esta invitación. Y que el Beato Juan Mazzucconi os acompañe en este camino: en medio de muchas incomodidades y hostilidades, trajo a Cristo en medio de vosotros, para que nadie permaneciera sordo ante el alegre Mensaje de la salvación, y todos soltaran la lengua para cantar el amor de Dios. Que así sea también hoy para vosotros.

 


Queridos hermanos y hermanas:

Antes de concluir esta celebración, nos dirigimos a la Virgen María con la oración del Ángelus. A ella le encomiendo el camino de la Iglesia en Papúa Nueva Guinea y en las Islas Salomón. Que María, Auxilio de los cristianos —María Helpim— los acompañe y los proteja siempre; que fortalezca la unión de las familias; que haga hermosos y valientes los sueños de los jóvenes; que sostenga y consuele a los ancianos; que conforte a los enfermos y a los que sufren.

Y desde esta tierra tan bendecida por el Creador, quisiera invocar junto a ustedes, por intercesión de María Santísima, el don de la paz para todos los pueblos. En particular, lo pido para esta gran región del mundo entre Asia, Oceanía y el Océano Pacífico. Paz, paz para las naciones y también para la creación. No al armamentismo ni a la explotación de la casa común. Sí al encuentro entre los pueblos y las culturas; sí a la armonía del hombre con las criaturas.

María HelpimReina de la paz, ayúdanos a convertirnos a los designios de Dios, que son designios de paz y de justicia para la gran familia humana.

En este domingo, que es la fiesta litúrgica de la Natividad de María, nuestro pensamiento va al santuario de Lourdes, que por desgracia ha sido afectado por una inundación.

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Al final de la Celebración, tras las palabras de agradecimiento del Arzobispo de Port Moresby, Su Eminencia el Card. John Ribat, M.S.C., el Papa dirigió el rezo del Ángelus. A continuación, tras la bendición final, el Papa Francisco se reunió brevemente con el Primer Ministro de Papúa Nueva Guinea, S.E. Sr. James Marape, y tras despedirse de las Autoridades civiles y religiosas, regresó en coche a la Nunciatura Apostólica

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Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de concluir esta celebración, nos dirigimos a la Virgen María con la oración del Ángelus. A ella le encomiendo el camino de la Iglesia en Papúa Nueva Guinea y en las Islas Salomón. Que María, Auxilio de los cristianos —María Helpim— los acompañe y los proteja siempre; que fortalezca la unión de las familias; que haga hermosos y valientes los sueños de los jóvenes; que sostenga y consuele a los ancianos; que conforte a los enfermos y a los que sufren.

Y desde esta tierra tan bendecida por el Creador, quisiera invocar junto a ustedes, por intercesión de María Santísima, el don de la paz para todos los pueblos. En particular, lo pido para esta gran región del mundo entre Asia, Oceanía y el Océano Pacífico. Paz, paz para las naciones y también para la creación. No al armamentismo ni a la explotación de la casa común. Sí al encuentro entre los pueblos y las culturas; sí a la armonía del hombre con las criaturas.

María HelpimReina de la paz, ayúdanos a convertirnos a los designios de Dios, que son designios de paz y de justicia para la gran familia humana.

En este domingo, que es la fiesta litúrgica de la Natividad de María, nuestro pensamiento va al santuario de Lourdes, que por desgracia ha sido afectado por una inundación.