Leo en la contraportada del periódico El Mundo una cita de una tal Samanta Villar – periodista – según la cual “tener hijos es perder calidad de vida”. Me llama la atención la frase, más aún a la luz de un artículo leído hace tan solo cuatro días en otro diario, en este caso ABC, que indicaba que “el 82,8 % de los españoles tienen, han tenido o tendrán menos hijos de los que les gustaría”.
Si fundimos estas dos fuentes de información podemos concluir que el 82,8 % de los españoles desea tener menos calidad de vida.
Supongo que la periodista haría su afirmación en base a su experiencia maternal. Si es así solo puedo decir que lo lamento por ella y, cómo no, por su/s hijo/s.
Creo que el quid de la cuestión está en cómo valoramos la “calidad de vida”, y permítanme una aclaración antes de seguir adelante: por lo que a mí respecta, que cada uno la valore como le de la real gana. Que cada cual establezca su escala de valores y a partir de ahí que los demás hagan lo propio. Así que hubiera sido muy apropiado que la Sra. Villar hubiera puntualizado un poco más, hubiera sido más correcto – creo yo – si hubiera dicho: “tal y cómo yo (Samanta Villar) conceptualizo la calidad de vida, tener hijo(s) me ha supuesto una merma”.
Reconozco que tener hijos suele acarrear una serie de pérdidas: poder adquisitivo – que se dirige al sustento, educación y caprichos de los vástagos en lugar de otros fines -; con frecuencia pérdida de tiempo de sueño; habitualmente pérdida de tiempo para actividades personales; y en muchas ocasiones, especialmente entre las mujeres – ¡pongámonos reivindicativos! – también una pérdida de las opciones de desarrollo profesional.
Si esos bienes – porque bienes son – se consideran parte de la “calidad de vida”, habrá que reconocer la verdad del axioma.
Ahora permítanme dar mi visión de los elementos que componen la calidad de vida. Es mí opinión, nada más lejos de pretender que sea trasladable al resto de la población, mucho menos a usted, que está leyendo este artículo.
Llevo muchos años argumentando que la calidad de vida depende de dos factores y en algunas personas – pero solo en algunas – de tres.
El primer elemento es la calidad de la relación que mantenemos con nosotros mismos – y aunque no puedo explayarme, déjeme puntualizar que la tan manida “autoestima” sería solo uno de los elementos de esa relación, pero no el todo.
El segundo elemento es la calidad de la relación que mantenemos con los demás.
Considero que si una persona tiene una buena relación consigo mismo Y con las demás personas de su entorno – más Y menos cercano – tendrá una magnífica calidad de vida independientemente de poder adquisitivo, su estado de salud, el tiempo que tenga para dormir y sus opciones de desarrollo profesional.
Concretando: si alguien es pobre en el sentido estricto de la palabra, está enfermo en grado terminal, no tiene la más mínima posibilidad de desarrollo profesional pero goza de una buena relación consigo mismo Y con los demás, entonces tiene la mejor calidad de vida a la que puede aspirar.
Pongámoslo al contario: si una persona tiene un magnífico poder adquisitivo, goza de una excelente salud, puede dormir tanto como su cuerpo necesita y tiene un magnífico estatus profesional y unas opciones de desarrollo todavía mayores, pero NO tiene una buena relación consigo misma Y con los demás, entonces su calidad de vida – insisto, desde mi punto de vista – es absolutamente deficiente.
Desde esta perspectiva, tener hijos podrá mejorar o empeorar la calidad de vida, todo dependerá de la calidad de la relación que establezcamos con él (o con ellos). Así que, supongo que el efecto será variable a lo largo de la vida. Aunque también hay que reconocer que tener hijos nos abre todo una serie de posibilidades de desarrollo y enriquecimiento de las capacidades personales que también afectarán a cómo nos relacionamos con nosotros mismos.
En mi caso, debo reconocer que cada uno de mis cuatro hijos me permiten decir que mi calidad de vida – gracias a mi relación con cada uno de ellos y a cómo me relaciono conmigo mismo desde que soy su padre – ha mejorado estratosféricamente.
Sin duda. Mi calidad de vida sería infinitamente peor si ellos no hubieran sido mis hijos. Gracias a los cuatro, cualquiera de vosotros podéis afirmar sin el más mínimo temor a equivocaros: “Yo hice a mi padre mejor persona y su calidad de vida fue mucho mayor gracias a mí”. – Me encantaría poder asegurar lo mismo con respecto a mis propios padres, ya llegará el momento cuando puedan decírmelo.
No quiero terminar sin mencionar el tercer elemento que creo que algunas personas – pero solo algunas – también incluimos en nuestra ecuación de la calidad de vida, y es, para aquellos que tenemos fe, nuestra calidad de la relación con Dios.
Y les aseguro que la calidad de esa relación pasa por etapas mejores y peores. Y cuando pasa por una buena fase, sin duda la calidad de nuestra relación con nosotros mismos y con los demás también experimenta un nivel mucho mejor que cuando nuestra relación con Dios está en sus horas bajas, pero ese será otro tema.
Hijos y calidad de vida. Estoy convencido de que mis hijos son causantes directos de mi magnífica calidad de vida. ¡Ojo!, los padres también somos una enorme influencia en la calidad de vida de los hijos. Hagamos lo posible porque sea la mejor posible o, al menos, no estropeársela.