El libro de Benjamin Lipscomb, El Cuarteto de Oxford: cómo Elizabeth Anscombe, Philippa Foot, Mary Midley e Iris Murdoch revolucionaron la ética (Shackletonbooks, 2023, Kindle Edition) presenta, en tono amable y bien documentado, el aporte de estas cuatro filósofas quienes afirmaron “que las verdades morales existen, y que se asientan en la naturaleza característica de nuestra especie, en lo que los seres humanos necesitan objetivamente para prosperar. Se inspiraron en fuentes antiguas y olvidadas —Platón, y sobre todo Aristóteles—, pero también en Charles Darwin y en Jane Goodall, para mostrar que no somos tan excepcionales como pensamos, ni mucho menos tan ajenos al mundo (p. 9)”. Una visión a contracorriente de la filosofía imperante en Oxford hacia mediados del siglo XX.
El planteamiento moderno que encontraron estas filósofas “formulaba las teorías en términos de cuerpos materiales inertes bajo la acción de fuerzas externas. Nuestro paradigma, desde comienzos de la Edad Moderna, ha sido el de unas bolas de billar sobre una mesa (p. 34)”. En cambio, la visión aristotélica que estas pensadoras rescatan, plantea que “existe un ideal para la vida humana, un estado en el que actualizamos nuestro potencial natural. El cometido de la ética consiste en describir este ideal hasta donde sea posible (el propio Aristóteles afirma que una representación matemática precisa del ideal es inviable.) Una vez comprendido cuál es, los animales racionales pueden encaminarse a él (p. 41)”.
Así, por ejemplo, Philippa Foot se percató, en su época de estudiante, que las teorías que consideraban a los juicios morales como mera expresión de aprobación o desaprobación del hablante, no daban cuenta de la realidad moral. Había más y “sabía lo que querría decir si pudiese encontrar las palabras: que lo que habían hecho los nazis era malvado: «no es una simple decisión personal [ni] una manifestación de desaprobación. Aquí hay algo objetivo» (p. 46)”.
A igual convicción llegó Elizabeth Anscombe en polémica con el filósofo John Hare, quien afirmaba que «llegar a ser moralmente adulto es aprender a usar las sentencias de “deber ser” comprendiendo que ellas solo pueden ser verificadas por referencia a un patrón o conjunto de principios que hemos aceptado por nuestra propia decisión y que hemos hecho nuestros». La ambigüedad y debilidad conceptual de este criterio salta a la vista de Anscombe, pues, del mismo modo que se puede tener la opinión de que no debemos matar jamás deliberadamente a personas inocentes; igualmente podríamos ser de la opinión de que debemos matar a personas inocentes si sirve a nuestros objetivos estratégicos. Esta laxitud del subjetivismo le lleva a Anscombe a plantear la necesidad de concebir criterios que trasciendan este subjetivismo, de lo contrario la filosofía se convertiría en una simple adulación al espíritu de la época (cfr. p. 197).
Mary Midgley, a diferencia de sus colegas, tenía inquietudes intelectuales que le llevaban a transitar por la literatura, la historia, la ciencia, la biología. Esta amplitud de intereses le llevó a buscar la integración de los saberes y a respetar las diversas dimensiones de la condición humana. Cuestionó las posturas extremas y las disyuntivas fáciles. “Como sus amigas, criticó la visión existencialista según la cual los seres humanos deciden, en lugar de descubrir, qué es lo que importa. En el bando contrario, criticó también la visión conductista de los animales y los seres humanos como máquinas. En Bestia y hombre, para avanzar hacia una ética fundada en la biología, critica particularmente la trillada dicotomía entre razón y pasión (incluyendo bajo ese encabezamiento tanto la emoción como el deseo). Un propósito central del libro —puede que el propósito central— es mostrar que la razón y la pasión conforman un sistema en el que cada uno desempeña su papel (p. 274)”. En este mismo sentido, planteó que los seres humanos tienen una variedad de motivaciones generales manifestadas de diversa manera, pero, “el repertorio en sí nos viene dado, y es de este repertorio de donde deben partir nuestras reflexiones sobre cómo vivir (p. 273)”.
Para Iris Murdoch “la ética filosófica debía teorizar sobre el «gran e implacable ego» y definir qué técnicas podrían permitir que nos sobrepongamos a él. Le llevaría diez años más sintetizarlo, y para ello se inspiraría en Platón. Pero lo que sí sabía, ya entonces, es que la forma de escapar de una obsesión controladora no es afirmar con arrojo nuestra libertad. Cambiar de vida se parece más a girar el timón de un barco o a adquirir un hábito que a dar un único paso trascendental (p. 159)”. Al igual que Simone Weil, Murdoch sostenía “que el cometido humano consiste en retirarnos a nosotros mismos del centro y prestar una atención plena y desinteresada a la realidad de los demás: a mirarlos de verdad sin ninguna pretensión de control o posesión, a la manera en que uno contempla una obra de arte totalmente absorto en ella (p. 164)”. Y aunque Murdoch abandonó el cristianismo y la creencia en Dios, se percibe en sus escritos la nostalgia de Dios y de lo trascendente; una deriva manifestada, también, en sus novelas.
Benjamin Lipscomb sintetiza el aporte de este espléndido cuarteto de filósofas señalando que “Murdoch puso en tela de juicio la dicotomía hecho-valor. Anscombe y Foot socavaron la teoría de John Hare e instaron a recuperar los conceptos del vicio y la virtud, y de lo que Aristóteles llamaba eudaimonía: una vida floreciente. Midgley conectó esta idea de florecimiento humano con una exposición actualizada de los animales que en realidad somos (p. 281)”.
El libro de Lipscomb es una sugerente introducción al pensamiento de estas pensadoras quienes aportan argumentos para sostener que las verdades morales existen.