El P. Jorge Miró comparte con los lectores de Exaudi su comentario sobre el Evangelio de este, domingo 9 de junio de 2024, titulado “Satanás está perdido”.
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La presencia del mal en el mundo es un misterio que nos desconcierta. En el mundo y en tu corazón hay una lucha entre el bien y el mal. Pero ¿de dónde viene el mal? ¿De dónde surge el odio, el egoísmo, la injusticia…?
La respuesta a esta pregunta nos la da la Palabra de Dios: el origen y causa del mal es el pecado. El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia el Creador y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios (cf. Catecismo 397s).
La doctrina sobre el pecado original proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres (cf. Juan Pablo II, Centesimus Annus 25).
Pero tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, como hemos escuchado en la primera lectura, Dios lo llama y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída. Este pasaje del Génesis ha sido llamado Protoevangelio, por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.
La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del nuevo Adán, Jesucristo, que, por su obediencia hasta la muerte en la Cruz (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la desobediencia de Adán: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
Por tanto, no podemos quedarnos ni en un pesimismo derrotista ni en un optimismo ingenuo. Jesucristo ha vencido, pero nosotros estamos necesitados de la salvación, que nos es ofrecida gratuitamente por Él.
El Bautismo borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.
Si escuchamos su Palabra y vivimos en la obediencia a su voluntad, acogeremos el don de la salvación formando parte de los suyos. Y así, podremos ser testigos, sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también con Jesús nos resucitará.
Al cielo se sube, bajando, como hizo Jesús; no trepando, como pretendió Adán.
La «blasfemia» contra el Espíritu Santo, de la que nos habla el Evangelio de hoy, no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo, sino en no aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo (cf. San Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 46s).
No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo.
Por eso, la conversión es la tarea de cada día: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor. No endurezcáis vuestro corazón.
¡Ven, Espíritu Santo!