800 años de la Orden Franciscana Seglar (2)

Del Evangelio a la vida y de la vida al Evangelio

800 años orden franciscana seglar
© Ordo Franciscanus Saecularis

Cristian Álvarez, doctor en Letras y perteneciente a la Orden Franciscana Seglar en la Fraternidad La Chinquinquirá de Caracas, Venezuela, ofrece este segundo artículo cuyo título completo es: “Del Evangelio a la vida a los 800 años de la Orden Franciscana Seglar, y de la vida al Evangelio”.

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En su libro Sabiduría de un pobre (1959), iluminadora y hermosa recreación de una etapa crítica de la vida Francisco de Asís y que toma como base los escritos del santo, Éloi Leclerc nos relata en uno de sus episodios el imaginario encuentro de una pequeña familia de campesinos con il Poverello. Con espontánea y cálida admiración, el humilde grupo familiar acoge en su hogar al que era conocido por la región umbra como el “hermano Francisco” y así es invitado amistosamente a compartir la modesta cena: “una sopa espesa y un poco de verdura. Un alimento de pobres, como le gustaba a Francisco”. Luego de la comida, todos salen al patio y sentados en la hierba bajo un manzano inician una amena conversación en la que el padre de la familia le plantea al singular invitado su preocupación sobre cómo podía llevar una vida más perfecta junto a su esposa. “Basta con observar el santo Evangelio en el estado mismo en que el Señor os ha llamado —respondió simplemente Francisco”. “Pero ¿cómo se hace eso en la práctica?”, preguntó el padre con sumo interés. Y Francisco continuó de esta forma su sencilla y precisa explicación, comenzando por la minoridad que es conscientemente escogida:

“El Señor, en el Evangelio, nos dice, por ejemplo: “Que el más grande entre vosotros sea como el más pequeño, y el jefe como el que sirve”. Bueno, esta palabra vale para toda comunidad, también para la familia. Así, el jefe de familia a quien hay que obedecer y que es mirado como el más grande, debe portarse como el más pequeño y hacerse el servidor de todos los suyos. Tendrá cuidado de cada uno de ellos con tanta bondad como quisiera que le mostraran si estuviera él en su sitio. Será dulce y misericordioso con respecto a todos. Y ante la falta de uno de ellos, no se irritará contra él, sino que con toda paciencia y humildad le advertirá y le soportará con dulzura. Eso es vivir el santo Evangelio. Tiene verdaderamente parte en el espíritu del Señor el que obra así. No es necesario, ya lo veis, soñar con cosas grandes. Es preciso volver siempre a la simplicidad del Evangelio. Y, sobre todo, tomar en serio esta simplicidad”.

Francisco, fascinado por la Santísima Trinidad y el estrechísimo vínculo que funde a las tres divinas personas, comprende que una de las clave esenciales para vivir el Evangelio está en el primigenio y entrañable amor de la familia; de allí que acuda en sus admoniciones y cartas a las imágenes concretas y a las metáforas que refieren continuamente al amor fraterno, e incluso lo extiende a la atención más dedicada de la maternidad: “Y cada uno ame y alimente a su hermano como una madre ama y alimenta a su hijo, con los recursos para los que el Señor le dé gracia”, dice en la primera regla (artículo 9, 11), la conocida como “no bulada” y que redactó hacia 1221 para la Orden de los Hermanos Menores. Con ello define así un compromiso mayor del servicio, que no es ocupación forzada u obligación como en el vasallaje feudal, sino movimiento de afinidad –análogo quizás al entonces naciente comune, pero con el más caro y generoso sentido evangélico– que debe tender como vía libre y natural hacia un amor fraterno-materno (cfr. Mateo 25, 35-40). Aun en lo que podría considerarse como un primer documento dirigido a las hermanas y hermanos laicos, llamados por esos años los Penitentes de Asís, expone en qué consiste la extraordinaria, dichosa y renovadora experiencia de “los que viven la penitencia”, los que aceptan la invitación a la auténtica y continua conversión del alma y perseveran en ella; y Francisco lo hace en términos de elevada emoción tomando las cercanas figuras de la familia que enlaza con ricas referencias evangélicas:

“Porque reposará sobre ellos el espíritu del Señor y pondrá en ellos su habitación y morada. Y son hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan; y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo.


“Somos esposos, cuando el alma fiel se une, en el Espíritu Santo, a nuestro Señor Jesucristo. Somos sus hermanos, cuando cumplimos la voluntad del Padre que está en los cielos. Somos sus madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo mediante el amor divino y una conciencia pura y sincera; lo damos a luz mediante las acciones santas, que deben resplandecer para ejemplo de los demás”. (Carta a todos los fieles, primera redacción Recensior prius, 1, 6-10).

En la descripción de la gracia luminosa de estos precisos parentescos, ¿acaso no se revela aún con mayor fuerza la íntima convicción y visión de “Dios con nosotros” en cada momento? Francisco parte de la vivencia familiar conocida por todos, la que puede encontrarse en casa si así es bendecida, o la que en la creencia común se define como ideal y natural compartir humano y amoroso, y desde ella propone una mirada Cristocéntrica que aproxima a Dios a la realidad tangible en una búsqueda sincera; Dios no es un ser lejanísimo o un concepto abstacto, sino el Padre que ama siempre (Lucas 15, 11-32), con su Hijo muy amado Jesús que se ofrenda en todo y nos hace hermanos por adopción (Efesios 1, 5-6). La Carta a todos los fieles prosigue en una larga enumeración de adjetivos para detallar lo glorioso, lo santo, lo dulce, lo placentero, lo deseable que es la particular relación familiar con la Trinidad, un sabor-saber que inspira y hace fluido, para así caracterizarlo, el espítitu de fraternidad que debe guiar la vida cotidiana y la de la comunidad. Al leer las líneas de Francisco de Asís puede uno apreciar la feliz naturalidad como ve la realidad y asimismo cómo busca que esa misma visión pueda acercar a la deseada armonía con diáfana comprensión, las bases iniciales que aspiran a construir, ya desde aquí, el Reino de Dios al que los todos los seres humanos somos llamados en la esperanza para nuestra mayor plenitud. “Si tu ojo es sencillo –limpio y sano, también podríamos agregar–, tu cuerpo entero se inundará de luz”, nos dice Jesús (Mateo 6, 22), y ello resulta patente en Francisco.

Y así como il Poverello se ve en la necesidad de intentar aterrizar las líneas que puedan dibujar la vivencia propia de su conversión y confeccionar con ello una regla para la Orden que logre configurar el modo de vida de los Hermanos Menores que iban creciendo en número, también, luego de las exhortaciones de sus cartas dirigida a todos los fieles, busca preparar una regla homóloga para los laicos, los hombres y mujeres que intentan caminar en ese mismo sentido de la fraternidad, manteniéndose presentes en las realidades del mundo; una “forma de vida” evangélica para todos los días, pero además pensada en los vínculos de una familia espiritual, con la orientación y el cuidado de sus amados frailes. En diálogo con Francisco de Asís, el Cardenal Ugolino de Segni, su amigo y el protector de la Orden de los Menores, redacta entonces en 1221 –hace exactamente ochocientos años– el primer documento jurídico para el “propósito de vida de los hermanos y hermanas de la Penitencia, que viven en sus casas” y que conocemos como Memoriale Propositi; el mismo Ugolino en 1228, apenas un año después de convertirse en el Papa Gregorio IX, aprobará el texto en todo su carácter como primera Regla válida desde la fecha de su composición.

La historia que se extiende hasta nuestros días nos cuenta algo más sobre la Orden de los penitentes, los laicos que siguen las huellas de san Francisco, a través de las cuatro Reglas que fueron promulgadas para tal fin por la Santa Sede. En 1289, en la bula Supra Montem de Nicolás IV se confirma una vez más la Regla en una segunda versión, la cual presenta algunas incorporaciones al primer documento para asegurar el vínculo y la guía, visita e instrucción por parte de la Orden de los frailes menores. Por aquellos años se comienzan a conocer a los seglares hijos espirituales del Poverello como los terciarios, pues conforman la Orden Tercera de San Francisco. Casi seis centurias más tarde, León XIII, mediante la Constitución Apostólica Misericors Dei Filius de 1883, realiza una actualización de la Regla de acuerdo la necesidad  de los tiempos tan convulsos de finales del siglo XIX, con el objetivo, según la propia expresión del Papa León, de “defender los derechos de la Iglesia y realizar la reforma social” a través de la “fuerza transformadora del amor y del perdón”. Finalmente, con el aggiornamento que trajo el Concilo Vaticano II y sus importantísimos documentos que definen de un modo más claro el papel esencial del laico en la Iglesia, san Pablo VI nos regala con el Breve Apostólico Seraphicus Patriarcha en 1978 la vigente Regla de la Orden Franciscana Seglar (OFS), que no solo tiene una relación directa con los textos conciliares (Lumen Gentium, Apostolicam Actuositatem y Guaudium et Spes), sino que retoma el carisma franciscano volviéndolo aún más explícito en sus 26 artículos y estableciendo claramente en qué consisten los elementos característicos de su forma de vida evangélica: la secularidad, la fraternidad,  el ejercicio de la desposesión, la filiación eclesial, el servicio en libertad y alegría. De allí la definición que se recoge en el artículo 4: “La Regla y la vida de los Franciscanos seglares es esta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo siguiendo el ejemplo de San Francisco de Asís, que hizo de Cristo el inspirador y centro de su vida con Dios y con los hombres”; con la conciencia de estar en un camino de conversión que cada día se actualiza, el franciscano seglar continumente en su meditación y actos pasa “del Evangelio a la vida y de la vida al Evangelio”.

Retomando las líneas de Sabiduría de un pobre, Francisco nos recuerda cómo ese espíritu de conversión –la metanoia– nos pide una seria simplicidad: “en el Evangelio todo está unido. Basta empezar por una punta. No se puede poseer verdaderamente una virtud evangélica sin poseer las demás, y el que hiere una, las hiere todas y no posee ninguna”. Y esa simplicidad que frecuentemente se nos escapa, no es más que una fe que se vive como el respirar natural que nos sostiene: casi siempre lo hacemos sin darnos cuenta y en otras ocasiones la voluntad interviene. La etimología relaciona las palabras respirar y espíritu: ¿no percibimos con ello que este sentido de la fe franciscana propone una vía que se vuelve en efecto cercana, familiar? Continuando con el texto de Leclerc, “eso no puede hacerse sin una gran confianza en el Señor Jesús, que no abandona nunca a los suyos, y en el Padre, que sabe de qué tenemos necesidad. El Espíritu del Señor es uno. Es un Espíritu de infancia, de paz, de misericordia y de alegría”. Que la celebración de los ochocientos años de la OFS nos invite a tener esta convicción presente.